Como seguramente ya sabrán, el ambicioso director Cecil B. De Mille no era alguien que hiciera las cosas a medias. Y cuando decidió realizar su adaptación de la vida de Cristo se tomó el proyecto muy en serio, incluso para sus estándares. Su mayor preocupación de cara a lo que acabaría siendo El Rey de Reyes (1927) era mantener lo máximo posible la pureza y la santidad en lo que respecta a la figura de Jesucristo. Por ello a la hora de escoger al actor que lo encarnaría tomó la extraña decisión de decantarse por H.B. Warner, quien no solo era demasiado mayor para el papel (¡50 años!) sino que en aquella época había caído en el olvido, ya que su momento de popularidad fue a finales de los años 10. Lo que pretendía De Mille era darle el papel a un actor que el público no conociera, es decir, cuyo rostro no pudieran asociar a otras películas para que resultara más auténtico como Jesucristo (de ahí el escoger un actor olvidado); pero al mismo tiempo no quería dárselo a un actor carente de experiencia (de ahí el escoger un veterano que tenía más años de los que Jesucristo llegó a cumplir).
Pero eso no fue todo: De Mille estaba tan sumamente preocupado porque su película fuera lo más respetuosa posible y que no ofendiera a nadie que puso a todos los miembros del reparto la condición de que, cuando estuvieran caracterizados como sus personajes, se comportaran siempre de forma ejemplar y no hicieran nada que pudiera «estropear» el efecto, incluso aunque no estuvieran filmando. De Mille argumentaba que todos los ojos estarían puestos en una producción tan grande y con una temática tan especial como ésta, y que si por un casual uno de los actores se sentaba en un descanso a fumar un cigarro entre tomas y alguien le hacía una fotografía, ésta podría difundirse y ofender potencialmente al público y quitarle seriedad al filme.