El cine de Douglas Fairbanks se basa en la premisa de que el espectador disfrutará de sus aventuras casi tanto como su personaje protagonista. Eso es así sobre todo en sus primeros films, donde el actor hace explícita constantemente esa complicidad con el espectador mirando a cámara y guiñándole el ojo – por entonces la mirada a cámara aún estaba en proceso de convertirse en un tabú, por ello en sus posteriores largometrajes acabó desapareciendo del todo.
Ver sus películas hoy en día implica volver a recuperar esa complicidad que Fairbanks pedía al espectador de aquellos años y que hoy día se nos hace extraño que éste nos pida de forma tan directa. Sus películas deben entenderse como un producto de su época, apoyado en unas convenciones que hoy en día ya están algo caducas y con un estilo totalmente naif e inocentón. En esas películas nunca tememos realmente por la vida de Fairbanks, y de hecho él tampoco parece preocuparse de lo que vaya a sucederle, después de todo tanto él como los espectadores sabemos que no le va a pasar nada (de hecho lo que nos resulta chocante hoy día es constatar que él sepa que todo va a acabar saliendo bien). En aquella época Fairbanks era, no lo olvidemos, el héroe más grande del mundo del cine, y por tanto debemos entender que su personaje representa el prototipo heroico de una época: un héroe optimista, imbatible y de sonrisa perenne.