Léonce Perret, Koenigsmark (1923) y sus reflexiones sobre el acto de filmar

Que Léonce Perret fue uno de los mejores y más avanzados directores de la década de los 10 a nivel técnico y narrativo es algo que me parece innegable y en lo que no entraremos hoy. Pero aparte de ello hay un aspecto de él que me parece también apasionante, y es cómo en algunas de sus películas reflexiona sobre el aparato cinematográfico y lo que conlleva el actor de filmar/proyectar. El ejemplo más claro es el de uno de sus filmes más celebrados, Le Mystère des Roches de Kador (1912).

En él, la protagonista se encuentra amnésica después de un hecho traumático sobre el que no recuerda ningún detalle. Un especialista la examina y tiene entonces una idea muy avanzada a la época para recuperarle la memoria: grabar una recreación de lo que creen que le ha sucedido y hacérsela proyectar. Al enfrentarse a esa recreación entra en shock y recuerda todo. El cine se propone aquí no solo como una forma de reconstruir la realidad sino como un medio curativo, que consigue restablecer aquello a lo que la memoria no puede dar forma: ya que la protagonista no consigue recordar esas imágenes, el cine se las puede proporcionar para que restablezca el resto del relato. Pero aparte de este ejemplo, me resulta también muy interesante otra escena de un filme bastante posterior del mismo director: Koenigsmark (1923).

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La escena del puente de Octubre (1928) de Serguéi Eisenstein

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Las grandes obras soviéticas vanguardistas de los años 20 puede parecer que encierren una cierta contradicción: por un lado se supone que son películas propagandísticas dirigidas al pueblo llano para celebrar el triunfo de la Revolución Bolchevique, pero por el otro éstas tenían un estilo muy innovador y vanguardista para la época, y eran además terriblemente discursivas. ¿Hasta qué punto la población iba a ser capaz de entenderlas?

La clave de este dilema se encuentra entre otras cosas en el uso de una simbología clara y directa, además de mostrar imágenes poderosas que por sí solas se queden en la retina del espectador. En ese aspecto, Eisenstein demostró ser también un maestro, como lo prueba una de las escenas más célebres de la historia del cine, el ataque en la escalinata de Odessa de El Acorazado Potemkin (1925). Hoy les proponemos rescatar otro de los momentos más célebres de su filmografía: la escena del puente de Octubre (1928).

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Una escena de La Calle (1923) de Karl Grune

La Calle (1923) es una de las grandes películas del cine alemán de la era muda además de una de las más representativas del ciclo de películas callejeras que tan populares se hicieron en esos años.

Mi escena favorita del film tiene lugar justo al inicio, cuando el protagonista está tumbado aburrido en el sofá mientras espera que su esposa le sirva la cena. Cuando ésta abandona el comedor, de repente se abre una ventana que da a la calle y entra en la habitación el reflejo de las sombras de toda la actividad callejera. Aunque se trata de una película muda no nos es difícil asociar esa entrada de sombras con la entrada del sonido, del bullicio que rompe con la tranquilidad del hogar burgués. Es un momento muy breve pero que siempre me ha fascinado por su sugerente poder evocativo, la forma como el protagonista mira embelesado las sombras que sugieren personas, movimiento y actividad, en contraste con la quietud y el aburrimiento de su hogar. Es este hecho el que le anima a salir, esas sombras que le hacen evocar la diversión y agitación que no tiene en casa.

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La escalada de El Hombre Mosca (1923)

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Si hay una secuencia por la que Harold Lloyd pasará a la historia del cine es la de la escalada del edificio de El Hombre Mosca (1923).
En realidad este momento tenía ya precedentes en dos cortometrajes de Lloyd que comentaremos seguidamente: Look Out Below (1919) y La Caza del Zorro (1921) – el argumento y el título original de este último, Never Weaken, no tienen nada que ver con el que se le dio en español; sospecho que el título hispano viene de alguna confusión con el cortometraje Among Those Present del mismo año en que Lloyd participaba en una caza de zorros.

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«You’ve spoilt the picture»

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Al final de La Quimera del Oro (1925), Charlot, un hombre rico gracias al oro que han encontrado en la montaña, se topa con Georgia, la chica que anteriormente le había rechazado pero que ahora parece corresponderle arrepentida de sus actos. Justo cuando se reencuentran, un fotógrafo les pide que posen juntos para un retrato, pero en el instante en que hace la fotografía ambos no pueden evitar besarse. Cuando lo descubre el fotógrafo, éste dice decepcionado “Oh, you’ve spoilt the picture” (“Habéis estropeado la fotografía”).

Francis Bordat, en su interesante libro Chaplin cinéaste propone un nuevo significado que se podría aplicar a esta frase en principio insustancial, pero en primer lugar hay que volver a las primeras obras de Chaplin.

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René Clair jugando con el sonido

Viva la Libertad (1931) es una de las primeras películas sonoras del director francés René Clair, quien había dado el salto a esta nueva forma de hacer cine con gran éxito gracias a Bajo los Techos de París (1930), considerado unánimemente como el primer gran film sonoro hecho en Francia.
Clair, quien tendría en el futuro una carrera a caballo entre Francia y Hollywood, era un cineasta muy imaginativo y creativo. En sus inicios estuvo vinculado con los movimientos vanguardistas cinematográficos, de los que tomó algunos recursos para dotar a sus films de una mayor libertad expresiva. Eso explica que en esta obra nos encontremos un pequeño gag que encuentro muy interesante porque nos da algunas pistas sobre el uso del sonido en los inicios del cine sonoro.

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El erotismo de El Demonio y la Carne (1926)

El Demonio y la Carne (1926) fue una de las películas más emblemáticas de la etapa muda de Greta Garbo en que se narraba la tórrida relación entre el oficial británico Leo von Harden y la seductora Felicitas. Uno de los motivos por los que el film fue tan célebre en su momento está en su marcado erotismo, especialmente en las escenas que protagonizaban Garbo y John Gilbert juntos. Solo unos pocos años después sería impensable ver momentos como éstos por culpa del código Hays de censura.

Mi escena favorita de la película tiene lugar en un baile en que la pareja empieza a intimar en el jardín poco después de conocerse. Clarence Brown nos muestra entonces un largo plano muy cerrado de los dos que no es interrumpido por ningún rótulo. Los dos se miran y sus rostros pueden casi tocarse. Ella saca un cigarro y él, lentamente, se lo quita para ponérselo entre sus labios. Por la forma como lo hace se nota que ansía tocar con sus labios ese objeto que ha pasado por los de ella, es un gesto marcadamente erótico. Seguidamente, enciende una cerilla (otro detalle maravilloso es cómo se ilumina entonces los rostros de los personajes con la excusa de la cerilla) y ambos se besan.

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El final de El Último (1924)

Rótulo El Último

Aquí, en el lugar de su humillación, el viejo se marchitaría miserablemente el resto de su vida y la historia realmente se habría terminado. Pero el autor se hace cargo de lo que todos han abandonado añadiéndole un epílogo en el que las cosas transcurren aproximadamente así, como, lamentablemente, no suelen transcurrir en la vida.

Pocas veces un solo rótulo ha dado tanto que hablar. Se trata del epílogo de El Último de F.W. Murnau, una de las más grandes películas alemanas de la era muda que contribuyó a dar prestigio internacional al cine germano junto a Varieté (1925) y los films de Fritz Lang.

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Buster Keaton y la evolución de un gag

El gag más famoso e icónico de la carrera de Buster Keaton es muy probablemente el del muro que le cae encima en El héroe del río (1928) dejándolo ileso al estar situado milagrosamente donde estaba la ventana.

Como todos los gags físicos de Buster Keaton, el famoso gag del muro no tenía nada de trucaje, y él mismo lo deja bien claro al filmar el momento sin un solo corte. Realmente, Keaton se jugó la vida por ese plano, y de hecho era experto en hacer acrobacias y jugarse el pellejo por un buen gag (recuérdese si no al actor nadando en los rápidos de La Ley de la Hospitalidad, sumergido a unas temperaturas bajísimas en un lago real para El Navegante o haciendo acrobacias en una moto sin conductor en El Moderno Sherlock Holmes), pero seguramente nunca llegó tan lejos como en éste, en que un error de cálculo de unos centímetros le podría haber costado la vida.

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