A medida que esto va llegando a su fin, uno piensa en las cosas que echará de menos del festival, y una de ellas es el público. Porque la ventaja de ser un festival que va dirigido a una audiencia muy concreta es que los habituales que nos congregamos en la sala somos todos amantes del cine, y eso se nota en las proyecciones. La gente no solo aplaude al acabar la película sino también al inicio cuando se menciona el nombre del pianistao. Y aunque es cierto que cuando vemos obras tan antiguas siempre encontraremos algunos detalles, frases o gestos tan anticuados que hacen reír por lo desfasados que han quedado, aquí la gente no se ríe siempre a la mínima (como sí sucede por ejemplo en muchas proyecciones de la Filmoteca), buscando con condescendencia burlarse de esos actores que entendían otra forma de interpretación. Del mismo modo que cuando un actor hacía un gesto excesivamente sobreactuado o el guión tomaba un giro demasiado absurdo a veces nos reíamos, también aplaudimos espontáneamente a Colleen Moore cuando hizo una imitación brillantemente cómica o cuando Douglas Fairbanks consiguió tomar el barco de los piratas.
Aparte de ser un marco excelente para conocer muchas películas difíciles de visionar en otros medios, el festival de Pordenone es un sitio ideal para disfrutar del placer del cine mudo rodeado de gente que, como uno mismo, entiende esos códigos y los aprecia. Y antes de que este viejo Doctor se ponga melancólico, demos paso al final de la crónica.