Imagen: Valerio Greco
Si de por sí la era primitiva de la historia del cine es una época fascinante porque nos permite ver una manera de hacer películas totalmente distinta a la que se estableció como canon en la era clásica, el caso de Japón ejerce para mí una atracción aún mayor. En este país la forma de entender el cine se basaba mucho en la idiosincracia de su cultura, y eso hace que sus películas primitivas tengan unos rasgos bastante diferenciales, como una marcadísima influencia del teatro kabuki y una dependencia excesiva hacia la figura del benshi (las películas no se entendían como algo que pudiera funcionar de forma autónoma, sino que se realizaban contando con que alguien iría explicando las imágenes). Eso provocó que mientras en occidente el cine fue evolucionando a lo largo de los años 10, en Japón el medio siguió durante más tiempo anclado en el pasado (de hecho el país también entró mucho más tardíamente en el sonoro por el enorme poder de los benshi en la industria). Y es a causa de eso que para mí esa etapa del cine japonés siempre me ha generado un interés especial por lo extraña y particular que se me antoja, y más si tenemos en cuenta que casi no se conservan películas de esos años (¡sólo un 0,2%!) y que son muy difíciles de encontrar. Hasta ahora lo único que había podido ver de esa etapa primitiva del cine japonés fueron unos pocos fragmentos de filmes en la edición de Pordenone del 2014, por ello fue para mí una grata sorpresa saber que en la del 2019 se mostraría la versión restaurada de Chushingura (1910-17) de Makino Shozo.
Shozo, considerado como el padre del cine japonés, acabaría formando parte en los años 20 de un movimiento que se propondría renovar la industria cinematográfica japonesa. En otras palabras, buscaría desligarse de la tradición kabuki, cuya influencia estaba provocando que el cine japonés se quedara estancado en un estilo demasiado primitivo: hombres interpretando papeles de mujer, planos demasiado estáticos (literalmente como si estuviéramos viendo teatro filmado), demasiada evidencia de la artificialidad de la puesta en escena (de nuevo como si no se buscara simular que es teatro filmado, sino incluso evidenciándolo), etc. Pero antes de iniciar ese cambio, Shozo, como todos los otros cineastas japoneses contemporáneos suyos, filmaba sus películas sin guion, lo único que tenía era una lista de las escenas a rodar y él mismo iba dando órdenes a sus actores sobre lo que tenían que hacer a medida que se iba grabando. Eso provocaba que las películas de esa época fueran más bien una colección de estampas cuya continuidad dependía o bien del trabajo del benshi al ejercer la función de narrador o bien del previo conocimiento de la historia por parte de la audiencia. Fue tras visionar las películas que llegaban continuamente de occidente que Shozo decidió cambiar la forma de hacer cine en Japón más en sintonía con lo que llegaba del resto del mundo. El filme que nos ocupa es un reflejo muy claro del cine japonés previo a ese movimiento que él mismo lideraría.