Torrentes Humanos (The River, 1929) de Frank Borzage

Cuando visionamos una de las muchas películas mudas que solo han sobrevivido parcialmente a nuestros días no hemos de perder nunca de vista un detalle crucial, y es que no va a poder hacer justicia al resultado final para bien o para mal. No sucede lo mismo que con los films que tienen un montaje más breve al deseado por el director, porque en estos casos normalmente las escenas que han sobrevivido hacen una síntesis coherente de todo el metraje y de sus momentos más importantes. Pero si quien ha decidido las partes de metraje que sobreviven y las que perecen es el caprichoso destino, uno se enfrenta al hecho de que las escenas que va a ver quizá son las más irrelevantes o poco representativas.

Torrentes Humanos (1929) de Frank Borzage sufre en parte ese problema. Del metraje original se perdió una gran parte del negativo y hoy podemos ver únicamente en una versión reconstruida recientemente, que incluye las escenas rescatadas junto a rótulos explicativos y fotogramas sueltos. El resultado final son poco más de 50 minutos, es decir, que falta al menos la mitad. Aun así, debemos alegrarnos de poder ver esa parte, puesto que durante décadas la película estuvo perdida del todo convirtiéndose en una especie de leyenda. Borzage tenía una especial sensibilidad para plasmar historias de amor, y en este caso la sensualidad que irradiaba el film provocó su censura en algunos estados. Además, para empeorar las cosas, como se estrenó en pleno auge del sonoro el estudio añadió varios pasajes sonoros sin permiso del director, destruyendo la magia visual que caracteriza el cine de Borzage.

   

El argumento está muy emparentado con el subgénero conocido como «americana», películas que plasmaban la autenticidad de la América rural, con personajes que encarnaban el prototipo de joven y saludable americano criado en ese entorno: puro, fuerte, inocente, lleno de nobles ideales y dispuesto a luchar contra las injusticias.

En este caso el protagonista es Allen John Spender, quien vive solo en las montañas hasta que un día se le antoja conocer el mar. Para ello se construye él mismo su propio barco (como ven, el americano medio de las montañas es alguien de recursos) y navega río abajo hasta detenerse en un pueblo donde conoce a Rosalee. Ella encarna por contra el prototipo de chica contaminada por la sociedad civilizada: atrevida, hastiada de tantos hombres que la han utilizado y exenta de romanticismo. Su amante está en la cárcel y, hasta que salga, le ha dejado para que la vigile a su cuervo, cuya continua presencia le sirve de recordatorio de que no es libre (en una escena del film de hecho ella estalla al ver el reflejo agrandado de la sombra de la jaula, porque le recuerda que también está atrapada).

En contraste, Allen John es un hombre de buenas intenciones que jamás se ha relacionado con personas del sexo femenino. A partir del encuentro entre ambos empieza a nacer una historia de amor, si bien ella al principio le trata como a un chico inmaduro y luego desconfía de él porque es un hombre; mientras que él se enfada con ella al sentirse utilizado y como objeto de burla (aunque no puede evitar querer ayudarla).

A juzgar por los rótulos, las escenas que faltan son precisamente las que tienen más acción: el inicio en que conocemos el amante de Rosalee y su encarcelamiento o por ejemplo el vibrante desenlace. Al tener ante nosotros una versión reducida nos quedamos sólo con una faceta de la película, pero por suerte es la que creo que tiene más interés: la relación sentimental entre ambos. Porque en circunstancias normales sería de lamentar que nos quedara una simple historia de amor en vez de todo el suspense, pero estamos hablando de Frank Borzage, el director de El Séptimo Cielo (1927) o El Ángel de la Calle (1928), y si en algo destacaba Borzage era en la forma como filmaba sus historias de amor. Por tanto, yo al menos me doy por contento dadas las circunstancias.

En mi opinión el romance de Allen John y Rosalee no llega a las altas cotas de los ejemplos mencionados anteriormente, pero aún así tiene esa ternura característica de su director que se beneficia mucho de la especial magia del cine mudo. El cine sonoro daría también multitud de historias de amor inolvidables, pero no tienen ese encanto particular que surge de la ausencia del sonido, el recrearse tanto en los gestos y las miradas, el énfasis en los sentimientos de los personajes para compensar la ausencia de sonido. De esta forma consiguen funcionar escenas que en otras circunstancias no serían especialmente relevantes como cuando Allen John se desmaya medio congelado y ella desesperada intenta reanimarle dándole calor. Aquí es donde podemos notar el erotismo que tanto molestaría en la época, ya que la desvergonzada joven no duda meterse en la cama con él para conseguir su propósito, pero es una película tan pura y casi diría inocente que es imposible ver algo ilícito en ese acto.

Como protagonista Borzage volvió a contar con su actor fetiche de esos años, Charles Farrell, pero para darle la réplica prefirió no repetir de nuevo con Janet Gaynor, quien haría pareja con Farrell en tres películas del director, incluyendo las dos mencionadas antes. En su lugar optó por Mary Duncan, seguramente porque ésta podría aportar mucho más erotismo a su personaje que Gaynor: ¿cómo podría Gaynor con esa inolvidable mirada tan dulce darle ese matiz de mujerzuela de mala vida que le aporta Duncan?

Por tanto este humilde Doctor no se ve capacitado para juzgar a día de hoy Torrentes Humanos basándose solo en el metraje recuperado (en el momento de su estreno no pudo ir a verla ya que estaba demasiado ocupado intentando destruir la sociedad occidental). En lugar de poder disfrutarla en su conjunto, como un film que incluyera romance y acción, nos quedamos con otro exponente más de la capacidad tan especial de Borzage para crear historias de amor «más grandes que la vida». Eviten afrontar ésta y sus otras películas mudas con el cinismo sabelotodo que nos imponen nuestros tiempos y sencillamente déjense llevar por el candor del cine de Borzage.

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