Algo que me encanta de los mejores filmes de Lois Weber es la sensibilidad que le da a sus historias y la delicadeza con la que trata a sus personajes, de modo que aunque la resolución del conflicto o el mensaje final nos pueda parecer previsible ello no nos impida emocionarnos con la historia. Uno de los ejemplos más claros es la excelente Shoes (1916), que narra un pequeño drama en realidad muy sencillo y que la propia Weber condensa en el rótulo inicial… ¡dándonos a entender incluso lo que va a suceder al final! Pero la clave del filme es en la forma como su autora va mostrándonos con paciencia y dando énfasis a los pequeños detalles el día a día de la protagonista, de forma que cuando al final ésta toma la resolución que da pie al conflicto hayamos podido entender perfectamente el por qué de su decisión.
El Borrón (1921) es, como muchas de sus películas, una obra que busca denunciar una injusticia y exponer un mensaje claro y directo al espectador, en este caso hacer un contraste entre aquellos más privilegiados y los que viven en una injusta situación de humildad extrema. El filme se inicia con una lección que da el profesor de universidad Andrew Briggs en una clase repleta de alumnos que le prestan más bien poca atención. El líder de los disidentes es Phil West (un sorprendentemente joven Louis Calhern), joven malcriado de una familia adinerada que solo piensa en divertirse. No obstante Phil tiene un punto débil: está enamorado de la hija del profesor, Amelia, que trabaja en la biblioteca. De hecho la jovencita tiene dos admiradores más: Peter Olsen, el hijo de sus acaudalados vecinos que se han hecho ricos fabricando zapatos caros, y el reverendo Gates, que también vive de forma humilde y ha trabado amistad con su padre.
Cuando uno ve los primeros minutos de El Borrón se hace inevitable esperar una cinta aleccionadora con buenos y malos: el humilde y honesto profesor, la hija sensata y prudente, el jovencito mimado por el dinero de sus padres… Pero he aquí lo interesante: Weber consigue dar vida a todos esos personajes otorgándoles dignidad. No hay ni uno solo que pueda categorizarse como «malo», de hecho una de las cosas que entendemos al final de la película es que aquellos que han tenido un comportamiento más mezquino ha sido por algún motivo, pero no por ser inherentemente malos. Por ello creo que resulta tan conmovedor ver cómo Weber va tejiendo las diferentes relaciones entre los personajes y cómo éstas se van fortaleciendo, porque consigue que parezcan auténticas.
De todo ese entramado de relaciones que compone esta película coral creo que mi favorita es la amistad que acaba surgiendo inesperadamente entre dos personajes tan diferentes como el reverendo Gates y Phil, que se inicia de forma más bien casual (un primer encuentro en la casa de Amelia) y que luego acaba dando pie a una peculiar amistad que se genera por una afición común (el dibujo) y que ni siquiera el amor que sienten los dos hacia la misma mujer consigue poner en entredicho. Este es otro valor que me gusta tanto de El Borrón: la forma como los personajes persiguen una finalidad concreta pero intentando no herir a los otros. Por ejemplo, el hecho de que los Briggs no puedan permitirse una comida nutritiva para la convaleciente Amelia se convierte aquí en todo un problema para Phil, que no puede sencillamente darles el dinero necesario para no herir su orgullo. De modo que más que un película de grandes emociones y situaciones al límite, El Borrón es más bien una película íntima, que aborda los pequeños problemas del día a día y las batallas inadvertidas para el resto de la sociedad que tiene que librar una humilde madre de familia para estirar al máximo el escueto sueldo de su marido.
Todo ello no parece potencialmente material muy cinematográfico, pero aquí es donde se despliega la maestría de Lois Weber con su caracterización tan cuidada de los personajes y su gusto por los detalles: las alfombras y sillones rotos de la casa de los Briggs que delatan su pobreza, los zapatos llenos de agujeros que deben reaprovecharse, los gatos alimentándose de la basura del vecino, el pequeño gran conflicto que le supone para la madre de familia que su marido invite a alguien a casa porque eso supone ofrecer té y algo de comer al invitado, etc.
Esto nos llevará hacia el final al inevitable mensaje de la película, y en ese aspecto hay que reconocer que Lois Weber nunca fue demasiado sutil… ¡ni pretendía serlo! De hecho, ella entendía el cine como un medio para denunciar injusticias y transmitir ideas a los espectadores. Aquí más concretamente denuncia los bajos salarios que recibían los profesores por desempeñar una labor tan importante para el futuro del país, tomando como referencia un artículo de la época que además cita textualmente mostrándolo en varios planos, como queriendo enfatizar la base real de esta situación. Es cierto que esta parte de sus películas a veces parece un poco impostada a nuestros ojos por hacer tan explícito el mensaje a transmitir, pero cuando la historia que hemos visto hasta ahora ha resultado tan auténtica y humana podemos disculpar fácilmente ese tono moralizante de algunas escenas que además tiene su razón de ser por una buena causa.
Un último detalle que eleva este filme por encima de la media es su desenlace, que aunque se nos muestra como un final feliz tradicional, en realidad tiene bastantes sutiles fisuras. Por ejemplo, no se nos esconde el triste papel que juegan ciertos personajes secundarios que nunca se ven correspondidos: el vecino secretamente enamorado de Amelia o la chica de clase alta que persigue a Phil. Amelia nunca sabrá del esfuerzo que hizo el primero por salvaguardar el honor de su familia, mientras que la última aparición de la pretendiente de Phil le otorga una inusitada dignidad cuando va a ver en persona a esa tal Amelia y reconoce consternada que es una chica intachable. No esperen venganzas o jugarretas de corazones rechazados, más bien personajes que orbitan alrededor de los protagonistas y a los que, pese a ser buenas personas, se les niega un final feliz.
Lo mismo sucede con el principal triángulo amoroso entre Amelia, Phil y el reverendo, que es virtualmente imposible de resolver sin que uno de los dos muchachos quede abandonado. El guion podría fácilmente haber salvado la situación dando otro final feliz aunque sin la chica al que no se viera correspondido. Pero no es así. Al contrario, la última escena prefiere centrarse más en el personaje rechazado que en los dos que son felices, aunque eso rompe con el tono de jolgorio que caracteriza lo que parecía un happy ending tradicional. Una de las cosas que parece darnos a entender aquí Lois Weber es que en realidad es imposible que en una situación así todos acaben satisfechos: necesariamente alguien tiene que verse rechazado aunque haya demostrado ser también una persona decente. Incluso en lo que supuestamente debe ser un final feliz, Weber nos da a entender que el mundo sigue sin ser un lugar justo para todos.
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