De todos los grandes cineastas soviéticos de la era muda, Aleksandr Dovzhenko es el que me genera una mayor fascinación. No solo es un grandísimo director sino que además posee una cualidad que lo hace muy especial a mis ojos: una forma de narrar películas tan libre y particular que a veces cuestan de seguir. Tras haber revisionado varias veces algunas de sus grandes obras debo reconocer que aún hay multitud de detalles sobre éstas que no acabo de comprender. De hecho, puestos a sincerarme, a estas alturas aún sigo sin saber qué me parece su filme Aerograd (1935) pese a haberlo visto ya unas cuantas veces. No estoy seguro de qué pretendía ni de si el hecho de que me parezca tan raro y a ratos incomprensible es a propósito o no. Pero precisamente es este aspecto aparentemente tan ingrato el que hace de su cine una experiencia tan particular.
Fijémonos por ejemplo en el inicio de Arsenal (1929). Durante varios minutos Dovzhenko encadena toda una serie de imágenes sin que lleguemos a entender a dónde nos quiere llevar. Un hombre sin brazo arando un campo, una mujer triste en su casa, otra en la calle que sufre el abuso de un guarda que le acaricia un pecho, un hombre escribiendo su diario… No solo no hay aparente conexión entre dichas imágenes, sino que además Dovzhenko alarga mucho los planos, creando una cierta tensión no resuelta: queremos entender de qué va la cosa, quién es el protagonista, el nexo de unión entre dichas escenas. Pero nada de eso se nos aclarará. Más adelante unos planos de las trincheras en la I Guerra Mundial parece que nos van a resolver la cuestión, pero entonces se pone de manifiesto otro aspecto muy característico suyo: su gusto por lo grotesco y lo extraño. Porque presenciamos un panorama terrible y caótico entre las trincheras en que, extrañamente, un soldado sufre un ataque de risa a causa del efecto que le provoca un gas que han lanzado los enemigos. Ni siquiera cuando parece que el director nos va a mostrar imágenes de carácter antibélico se rige por un enfoque convencional.


