“Hay más magia en un par de gafas de lo que piensan los oculistas, y tampoco yo podía imaginar ni la mitad de ello cuando me las puse en 1917. Con ellas, soy Harold Lloyd; sin ellas soy un ciudadano común. Puedo pasear por cualquier calle o ciudad sin que me reconozcan si no llevo las gafas, una bendición por la que un actor pagaría bien. Por el precio de 75 centavos esas gafas me proporcionan una marca de fábrica reconocida al instante en todas las películas en que aparecen. Gracias a ellas, el vestuario de las comedias de bajo nivel es innecesario, permiten tener suficiente atractivo romántico para atraer el ojo femenino, normalmente apartado de las comedias, y no me restringen a ningún tipo o rango de historia.
Era una suerte que fueran de montura de carey. Las gafas del párroco de la película que las inspiró no eran de ese tipo, pero cuando fui a elegir un par para mí la moda de las gafas carey era nueva y eran sobre todo los jóvenes los que las usaban. La novedad fue una ventaja para las películas y la asociación con la juventud encajaba perfectamente con el personaje que tenía en mente.
Harold Lloyd en un retrato sin sus famosas gafas
Le quitamos las lentes inmediatamente, sabiendo que el reflejo de la luz en el cristal daría problemas, y pensamos que estábamos haciendo algo innovador. Sin embargo, como de costumbre, los chinos lo hicieron primero. Dale tiempo a un historiador y te demostrará que Mack Sennett no inventó los policías de la Keystone y las “bathing beauties”, sino que eran comedias populares en Cathay durante la dinastía Ming y que son mencionadas por Marco Polo. Un corresponsal me escribió desde Pekín recientemente y me dijo que no solo se llevaban las gafas de carey en China como una marca de categoría del Reino Medio de hace más de mil años, sino que no era inusual llevarlas sin lentes. “Son endiabladamente listos estos chinos”, como diría Bobbie Clark.
El primer par eran demasiado pesadas; el segundo tenía un diámetro tan grande que las monturas cubrían mis cejas y ocultaban mi expresión. El tercer par, que encajó perfectamente, lo encontramos en una pequeña óptica en Spring Street, después de rastrear por todo Los Ángeles. Recuerdo haber rebuscado en una bandeja que contenía probablemente treinta pares antes de encontrar el adecuado. Las llevé durante año y medio, cuidándolas con mi vida. Cuando la montura se rompió de tanto uso lo arreglé con todo durante tres meses, hasta que nos vimos forzados a enviarlas al este a un fabricante de productos ópticos para conseguir unos duplicados. Los fabricantes nos enviaron 20 pares adaptados a la medida de las anteriores y nos devolvieron nuestro cheque. La publicidad que le habíamos dado a las gafas de carey, según ellos, hacía que aún estuvieran en deuda con nosotros. Desde entonces, todas nuestras monturas han sido hechas por ellos.»
Extraído de An American Comedy, autobiografía de Harold Lloyd.