Hay una escena de Variété (1925) que siempre me ha gustado especialmente y que hace poco me vino a la cabeza. Ésta tiene lugar poco después de que el protagonista, el trapezista Boss Huller, haya descubierto que su amante Bertha le ha engañado con Artinelli, su compañero de número. Furioso, quiere vengarse y para ello tiene una idea maquiavélica: durante el número de acrobacias que hace con su amante y Martinelli hay una parte especialmente peligrosa en que Martinelli salta desde su trapezio para caer en brazos de Boss. ¿Qué pasaría si le fallara la puntería y no llegara a agarrarle? Martinelli caería al vacío y moriría al instante. Nadie podría demostrar que no ha sido un accidente.
Llega la noche y el trío comienza su famoso número. Pero cuando se acerca la parte más peligrosa, Boss se queda paralizado, dubitativo, mientras observa a los espectadores. Finalmente, se recobra y se inicia el número, pero no lleva a cabo su plan. ¿Por qué? Por el público. Ese público que le observa expectante y a quien no quiere decepcionar. Porque matar a Martinelli de esta forma implicaría hacer creer erróneamente que como artista ha cometido un error, que no ha estado a la altura de las expectativas de la gente. No, los aplausos del público son demasiado cautivadores y por ello Boss no puede evitar desempeñar el número a la perfección, como siempre. Cuando descienden, la audiencia les recibe con una ovación. El protagonista sonríe encantado, disfrutando de toda la admiración que recibe. Pero entonces, se baja el telón y vuelve repentinamente a la realidad. Se acabaron los aplausos y sus minutos de fama. Vuelve a ser el esposo engañado de antes que tiene que solucionar ese molesto triángulo amoroso.
Lo que me gusta de esta escena es la forma como combina el espectáculo que protagonizan los integrantes del triángulo amoroso con el conflicto que subyace por debajo. Martinelli confía su vida cada noche a Boss Huller y no puede ni imaginar el peligro al que se expone al acostarse con la amante de éste. Por otro lado, Huller en un primer impulso prefiere anteponer su orgullo como hombre matando a su rival, pero luego en mitad del número es incapaz de hacerlo, no puede decepcionar a los espectadores. Por ello el momento en que cesan los aplausos es cuando se deshace el hechizo y vuelve a ser consciente de la triste realidad.
A partir de aquí me vino a la mente un tipo de situación que me pareció muy interesante: películas vinculadas al mundo del espectáculo (circo y teatro) en que uno de los personajes intenta cometer un crimen o sufre una situación problemática en medio de una actuación y el público lo percibe como parte de la misma, es decir, como el ejemplo de Huller planeando matar a su rival en mitad de su número de acrobacias fingiendo ser un accidente.
Los primeros ejemplos que me vienen a la mente son del mismo hombre: Tod Browning, un cineasta que estuvo siempre muy interesado por el mundo del espectáculo en que trabajó durante décadas. En Garras Humanas (1927) teníamos a Alonzo interpretado por el infalible Lon Chaney, que decide, al igual que Huller, matar a su rival en mitad de su número como si fuera un accidente. La actuación consistía en dos caballos atados a sus extremidades que corrían en direcciones opuestas mientras él quedaba indemne porque en realidad los animales se desplazaban sobre sobre cintas transportadoras. Alonzo simplemente tenía que desajustar las cintas y de esta forma los espectadores asistirían a un descuartizamiento en vivo. ¿Para qué matar a tu rival en la intimidad pudiendo hacerlo a lo grande?
Lo mismo piensa uno de los personajes de El Palacio de las Maravillas (1927), otra de las obras circenses de Browning. En este caso la idea le viene a la mente al personaje de El Griego (Lionel Barrymore), que tiene un pequeño espectáculo de feria en que representan, entre otros números, la decapitación de Juan Bautista. La gracia del número es que en primer lugar se hace una demostración con una espada de verdad y, seguidamente, se cambia disimuladamente por una de pega y la decapitación de Juan Bautista se simulaba con un trucaje. Teniendo en cuenta que Browning pasa muchos años trabajando en espectáculos similares y el detallismo con que nos muestra el truco del número, no creo que sea descabellado suponer que sea un truco real que éste conocía. Entra en juego El Griego, celoso de que su mujer esté locamente enamorada de uno de los miembros de su espectáculo que, ¿lo adivinan?, ¡interpreta a Juan Bautista!
En este caso no obstante el plan es tan descabellado que solo podría tener sentido en el truculento cine de Browning, donde cualquier noción de verosimilitud se descarta siempre en favor de ideas más atractivas e impactantes. Es sencillamente imposible que El Griego se salga con la suya en ese plan (al fin y al cabo, para llevarlo a cabo ha debido inmovilizar al actor que interpretaba al verdugo y sustituirlo, por lo que sería fácil señalarle como asesino), pero Browning sabía que la idea de jugar con la realidad y ficción escondiendo así un crimen era demasiado irresistible como para dejarla escapar.
Otro director que utilizó este recurso fue un cineasta que también se caracterizaba por crear situaciones increíbles en films de suspense, buscando más el efecto conseguido que la absoluta verosimilitud. Me refiero al bueno de Fritz Lang. En su notable obra Los Espías (1928) tenía como una de las grandes incógnitas del film la identidad del todopoderoso cerebro criminal Draghi, que al final resultaba ser el confidente que utilizaba la policía, un hombre que actuaba como payaso. Cuando le descubren, acuden a detenerle en mitad de su número y éste, sabiéndose atrapado, intenta defenderse a tiros sin dejar de representar su espectáculo. Finalmente se da por vencido y se suicida, no sin decir «¡Telón!» poco antes de morir. Toda la película se ha basado en las representaciones y papeles que hace cada personaje haciéndose pasar por quien no es, por lo que resulta muy apropiado acabar la película con esa referencia al mundo del teatro.
Dándole una vuelta de tuerca hacia un estilo más abocado al patetismo, el director sueco Victor Sjöstrom recurre a esta confusión entre espectáculo y realidad en El Que Recibe el Bofetón (1924), realizada en Hollywood con Lon Chaney, auténtico especialista en este tipo de papeles. En este film encarna a un científico que, tras ser humillado y traicionado, decide enrolarse a un circo donde empieza de cero trabajando como payaso en un número cómico consistente en recibir bofetadas una y otra vez hasta morir. El vínculo entre la biografía real del protagonista y su número es tan evidente que casi se le podría acusar de poca sutileza: para canalizar su frustración por todo lo que ha sufrido, lo convierte en un espectáculo cómico que en realidad recrea las bofetadas y humillaciones que le ha dado la vida.
Al final de la película, su personaje muere en mitad de su número cómico y el público inicialmente entiende sus movimientos moribundos y sus gestos de pena como parte del espectáculo y se ríen de él. Cuando descubren que se estaba muriendo de verdad, la bella bailarina se lamenta «Y pensar que nos estábamos riendo de él todo el tiempo«. Es entonces cuando todos se dan cuenta del significado que tenía ese número.
Acabando con este enfoque más lúgubre hay otro film en que sucede algo parecido pero a la inversa: La Última Orden (1928) de Josef von Sternberg. De nuevo tenemos a un protagonista patético encarnado por un actor especializado en papeles masoquistas como es el genial Emil Jannings, interpretando a un general zarista que, tras la revolución soviética, cae en desgracia y termina en Hollywood trabajando de extra. Al final del film, el protagonista debe interpretar a un general en una escena que tiene clarísimas reminiscencias de su glorioso pasado. Enloquecido, acaba por no distinguir entre realidad y ficción y se cree que la escena que están rodando es real y protagoniza su última gran gesta militar sin ser consciente de que está en el rodaje de una película.
A diferencia del resto de ejemplos aquí mencionados, en este caso es el propio personaje quien no sabe que está viviendo una ficción, y no una realidad, dando forma a una interesante reflexión sobre el poder de evocación de este medio, incluso dentro del mismo.