El slapstick es un mundo que por su naturaleza es especialmente proclive a dar pie a accidentes tragicómicos, un universo en que un hombre puede morir a causa de las heridas provocadas por una manada de avestruces (y si no, que se lo digan a Billie Ritchie) y una prometedora carrera puede acabar truncada por jugar literalmente con dinamita. Y eso fue lo que le sucedió a Harold Lloyd.
Pongámonos en situación. En 1917 Harold ya se había hecho un nombre como cómico realizando una serie de cortometrajes en que encarnaba a un personaje llamado Lonesome Luke, que era una mala copia de Chaplin. Lloyd, que era un actor ambicioso, se cansó pronto de ser un imitador y decidió transformar su carrera creando un nuevo personaje bautizado simplemente «The Boy», cuyo mayor rasgo característico serían sus gafas. Ni que decir tiene que el estudio quedó horrorizado ante la idea: ¿para qué arriesgarse cambiando si con Lonesome Luke ya les iba bien? Pero Lloyd acabó teniendo razón: los nuevos cortos que realizó a partir de entonces como The Boy gustaron al público y esta vez sin copiar a nadie.
En 1919, cuando aún estaba acabando de consagrarse como uno de los grandes cómicos del momento, se hizo una sesión de fotografías promocionales. En una de ellas encendía un cigarro con una bomba de atrezzo, una imagen típicamente cómica del slapstick. El problema es que por un error fatídico esa bomba era de verdad y le explotó en la cara. Una situación que parece un gag de slapstick pero que en este caso no tuvo ninguna gracia.
La explosión fue tan fuerte que el fotógrafo salió volando, el techo reventó y el asistente quedó herido. Fue casi un milagro que Harold sobreviviera. Afortunadamente al ver que la bomba estaba soltando demasiado humo para la imagen, el actor se dirigió a dejarla en la mesa, y fue entonces cuando explotó, y no mientras posaba con ella encendiendo el cigarro.
Harold Lloyd ingresó en el hospital en un estado terrible: completamente ciego, con la cara destrozada por las quemaduras y sufriendo dolor tanto físico como emocional. Tenía solo 26 años y su prometedora carrera se había desvanecido para siempre. Incluso si recobraba la vista era bastante probable que su rostro quedara con marcas del accidente. No obstante, el siempre optimista Lloyd acabó decidiendo en su cama del hospital que podría ganarse la vida tras las cámaras como productor, director o escritor de gags.
Después de unos meses y con la vista recobrada casi milagrosamente, Lloyd ya tenía motivos para sentirse afortunado: su rostro se había recuperado tan bien del accidente, sin dejar el más mínimo indicio de lo que había sucedido, que sorprendió incluso a los médicos. Pero sí que quedó una secuela irreparable: los dedos pulgar e índice de su mano derecha se perdieron en el accidente. Para solucionar ese inconveniente, diseñaron unos guantes en los cuales se añadieron unas prótesis de los dedos que faltaban, de manera que diera la sensación de que la mano estaba completa. Es por eso que en la mayoría de obras clásicas de Harold Lloyd le vemos utilizando guantes (fíjense en la segunda imagen del post por ejemplo).
Harold era diestro, pero a raíz del accidente tuvo que acostumbrarse a usar su mano izquierda hasta convertirse en ambidiestro. Teniendo en cuenta el tipo de humor tan físico que realizaba (que incluía realizar escaladas) era importante que adquiriera un total dominio de sus dos manos sin los dos dedos que le faltaban, y lo consiguió con creces.
Después de recuperarse, Lloyd retomó su carrera y se convirtió en uno de los cómicos más famosos del mundo. Durante el resto de su vida nunca habló públicamente de los dedos que le faltaban, seguramente para evitar que los espectadores se fijaran en ello en sus películas. De todos modos en alguna fotografía doméstica se puede intuir (ver abajo). Finalmente el accidente quedó pues como una anécdota que demuestra cómo en una situación crítica a veces es posible seguir adelante con optimismo y determinación