Cuando Douglas Fairbanks inició la producción de La Máscara de Hierro (1929) ya sabía que ésta sería la última película muda de su carrera. No solo eso, sino que seguramente sospechaba que con el paso al sonoro moriría una forma de hacer cine para siempre y por tanto que este último film sería su particular canto del cisne a una forma de arte. En realidad, La Máscara de Hierro sería también la última gran obra de uno de los cineastas más importantes de la era muda, y aunque luego protagonizó algunas películas sonoras menores, realmente éste film es el epitafio perfecto al cine de Douglas Fairbanks y a lo que significaba para el público.
Al igual que había hecho con uno de sus mayores éxitos, su encarnación de El Zorro (1920), Fairbanks decidió hacer una secuela sobre una de sus más famosos personajes, D’Artagnan, que de hecho era su favorito personal. La idea de que fuera su última película muda no es en absoluto anecdótica, de hecho los que colaboraron en esta obra coinciden en que pocas veces Fairbanks se esforzó tanto en la producción de un film, y que su nivel de perfeccionismo llegó a límites inauditos para la época (la película acabó costando la friolera de un millón de dólares). Para ello se rodeó de un equipo de primera calidad e incluso contrató como asesor a Maurice Leloir, un artista francés experto en la época de Louis XIV que había ilustrado algunos libros de Dumas. Leloir estuvo durante toda la producción y Fairbanks le consultó sobre literalmente cualquier aspecto del film: el vestuario, los decorados, las normas de comportamiento de la época, etc. Su obsesión era que el resultado fuera fidedigno con la época que representaba.
Muchos de los personajes del reparto repitieron el papel que habían hecho en Los Tres Mosqueteros (1921), pero no en todos los casos fue posible. El Porthos original murió poco antes de iniciar el rodaje, mientras que el Aramis original era Eugene Pallette (más tarde un secundario habitual en screwball comedies), que había engordado tanto en esos años que ya no encajaba en el papel. Por otro lado, el papel del rey había sido encarnado antes por un desconocido Adolphe Menjou, que ahora era una estrella en demanda con poca disponibilidad.
Como curiosidad, el papel de Louis XIV y su doble recayó en William Bakewell, que había sido un fan de Douglas Fairbanks y ahora se veía trabajando junto a su héroe. El hecho de que el antiguo niño admirador de Fairbanks estuviera en esos momentos interpretando junto a él un papel coprotagonista nos da una idea de cómo había pasado el tiempo desde que el actor alcanzó el estrellato.
Un último detalle sobre la producción: pese a que ésta sería su última película muda, en 1929 la presión del cine sonoro era demasiado elevada como para ignorarla del todo, así que Fairbanks transigió en filmar algunas escenas sonoras (una práctica muy habitual de esta época de transición). Pero muy inteligentemente, en vez de añadir diálogos en mitad de la trama, que es el error que la mayoría cometieron, lo que hizo fue grabar un prólogo e intermedio sonoros. Estas escenas, las primeras habladas de la carrera de Fairbanks en el cine, nos mostraban a él caracterizado presentándonos las aventuras que estábamos a punto de presenciar (¡viva!) y enfatizando el que es el gran tema de la película, antes que las intrigas de la nobleza o la historia de Francia: la amistad de los mosqueteros.
Ya he dicho en alguna ocasión que personalmente prefiero las primeras películas de Fairbanks realizadas en los años 10 a sus célebres films de aventuras de los 20 – véase por ejemplo The Matrimaniac (1916) o When the Clouds Roll By (1919). Pero esto responde más a mis preferencias personales que a un tema cualitativo, ya que resulta innegable que sus largometrajes de aventuras son clásicos de una gran calidad; simplemente yo me siento más a gusto en sus comedias de acción más sencillas y breves que en películas ambiciosas de capa y espada. Por ejemplo, un rasgo que achaco a sus largometrajes de época es que a veces tengo la sensación de que éstos pierden un poco de fuelle cuando la cámara se aparta del saltarín Fairbanks y se centra en las intrigas del resto de personajes. Pues tengo buenas noticias: nada de eso sucede en La Máscara de Hierro, la mejor película de la carrera de Fairbanks en opinión de este Doctor.
Aquí además podemos hacer comparaciones bastante obvias al ser una secuela de uno de sus mayores éxitos, Los Tres Mosqueteros (1921) de Fred Niblo. En dicha película tenía esa continua sensación de que a veces la trama no fluía con soltura y que las intrigas de la corte frenaban la diversión que nos prometía Fairbanks como espadachín. Obviamente, dichas intrigas son imprescindibles para el avance de la trama, pero a veces parecía como si en un mismo film convivieran dos mundos diferentes: la gran producción de época, de impecable ambientación y con un prestigioso referente literario, y la divertida película de aventuras a mayor gloria de nuestro héroe Doug, ligera y más espontánea.
En La Máscara de Hierro el guión consigue que la trama argumental en ningún momento frene el ritmo de la película (de hecho apenas hay puntos muertos en todo el metraje) y se integra perfectamente con el papel de Douglas Fairbanks como D’Artagnan. También es cierto que Allan Dwan es mucho mejor director que Fred Niblo, y que su realización es más dinámica y aprovecha mejor los abundantes recursos de producción que Fairbanks pone a su disposición, más allá de simplemente fotografiar los majestuosos decorados. Hay de hecho algunos planos de una enorme fuerza expresiva, como el secuestro del rey en unos pasajes del castillo, con todos los implicados en el complot proyectando sus majestuosas sombras en la pared.
Pero yo creo que su gran punto a favor es saber combinar con maestría la parte más lúdica con la más seria, escenas de una gran fuerza emotiva con otras más divertidas. La presentación del protagonista por ejemplo es una maravilla, mostrándonos su romance con Constance sin sentimentalismos, en una pequeña escena muy entrañable en que ambos amantes buscan un rincón íntimo donde poder besarse. Más adelante, cuando la trama se ha vuelto más seria, el rey le pregunta a D’Artagnan si alguna vez él y sus mosqueteros fueron derrotados, y eso nos lleva a un flashback cómico en que los cuatro se enfrentan a un grupo de mujeres enfurecidas. El equilibrio entre las diferentes facetas de Fairbanks es sencillamente perfecto.
Pero si hay algo que acaba de hacer de este film la obra más especial de Fairbanks es un aspecto que quizá nuestros lectores no quieran conocer si no lo han visto, en cuyo caso les recomiendo que dejen de leer la reseña.
Lo más sorprendente de La Máscara de Hierro es que desaparece ya esa visión tan liviana e inocentemente optimista del mundo que fue siempre la marca personal de Douglas Fairbanks. Cuando a los 45 minutos de film asistimos a la muerte de Constance nos quedamos atónitos: por una vez Fairbanks no ha llegado a tiempo a rescatar a la chica, por una vez no le veremos al final casándose con ella. Y eso es solo al principio. Cuando la trama avanza en el tiempo nos encontramos con ¡sorpresa! un Fairbanks envejecido y no el eterno joven de siempre.
Pero hay más, en el enfrentamiento final contemplamos cómo cada uno de los mosqueteros va muriendo hasta que el propio D’Artagnan acaba sucumbiendo como última víctima. Su muerte además resulta especialmente conmovedora: después de ser apuñalado por el impostor del rey, finge encontrarse bien y se retira discretamente a morir. ¿Qué fue del Douglas Fairbanks heroico, infalible y siempre el centro de atención? Ahora se ha convertido en un personaje que no resulta vencedor al final de la película y que incluso prefiere apartarse cediendo el protagonismo al rey para morir en soledad. Ésta sería la única vez en la carrera del actor en que le veríamos morir en una película. Y no es casual que Fairbanks tomara dicha decisión en aquel momento: la muerte de su personaje en su último film mudo es la emotiva despedida a una era en que fue el héroe más grande del mundo. Es por ello que servidor no puede evitar emocionarse cada vez que revisiona esta obra por lo que simboliza más allá de la película.
Pero no se piensen que Doug, el optimista irredento, se iba a dejar llevar por el sentimentalismo. Al contrario, aunque la muerte de su personaje resulta emotiva, Fairbanks nos muestra cómo éste se une en el cielo a los tres mosqueteros para vivir más aventuras (¿dónde? me pregunto yo…). Doug no podía ponerse demasiado serio ni para morir: el único fallecimiento que representó en la pantalla acaba mostrándole a él riéndose junto a sus buenos amigos desde el cielo, celebrando que vuelven a estar juntos. Solo un optimista consumado como él podía convertir un final trágico en una celebración de la amistad y de la alegría por vivir; haciendo al mismo tiempo de su despedida de la era muda otra película que acaba en una nota alegre. Después de todo, si se pusiera demasiado serio no sería nuestro Doug.
Por cierto, un último detalle: al ser una obra libre de derechos, se pueden encontrar multitud de copias fáciles de descargar por la red pero a una calidad muy mejorable y sin el metraje completo. Vale la pena buscar una versión que incluya más metraje (la que conoce este Doctor dura 104 minutos) y que tenga una buena calidad de imagen además de un acompañamiento musical decente. Cambia la experiencia por completo.
[…] La Máscara de Hierro (The Iron Mask, 1929) – Allan […]