Algo que me maravilla del cine de Ozu y que podemos apreciar ya en algunas de sus primeras obras como ésta es su capacidad para retratar la cotidianedad, centrarse en argumentos aparentemente banales, y de ahí extraer instantes especialmente conmovedores que consiguen hacer reflexionar al espectador.
Tomemos por ejemplo una escena fundamental de Un Albergue de Tokio (1935). Un hombre pobre que no consigue dar con un empleo observa como sus dos niños juegan con la hija de una mujer que está en su misma situación. La escena está llena de ternura y Ozu alterna los planos de los niños con los padres, que observan sonrientes. Ellos inician un diálogo intrascendente: “La infancia es la mejor época de la vida”, “Puede parecer una tontería, pero a mí me gustaría ser una niña”, “A ambos nos gustaría empezar de nuevo”.
De esa reflexión amable sobre lo mágico de la niñez surge un comentario amargo. Los errores que han cometido a lo largo de su vida y les han llevado a esa situación. El deseo de volver a esa época en que uno no tiene responsabilidades y puede ser tan inconsciente como para gastar el dinero para la comida en una gorra. Tener una segunda oportunidad. Tras esa frase vienen esos planos de transición tan característicos de Ozu en que muestra naturalezas muertas (paisajes, casas, etc.) entre escenas. En este contexto el plano de las nubes parece que sirva para que acabemos de digerir ese comentario y paladear su significado.
Ozu no va a insistir más en el tema ni a darnos ningún detalle sobre los errores cometidos por ambos, simplemente deja caer la idea y somos nosotros los que debemos asimilarla y sacar algo de ella. Por si eso fuera poco, en la edición que tengo yo del film la banda sonora se queda en silencio justo en ese momento, aumentando esa sensación.
Por otro lado, qué gran director era Ozu a la hora de plasmar la infancia. Pocos cineastas pueden conseguir como él mostrar de forma tan auténtica a los dos niños protagonistas, tanto su faceta más irresponsable e irreflexiva como la más tierna, la que demuestra que saben lo desesperado de su situación (“¿Qué preferís? ¿Comer y luego dormir fuera, o no comer y luego dormir en un albergue?” “Comer y luego dormir en un albergue”). Servidor no es muy amigo de las actuaciones infantiles, pero en películas como ésta el director consigue que parezcan tan reales que uno no puede evitar hacer una excepción. Y si quieren una prueba, ahí tienen la sencilla y preciosa escena en que el padre y el hijo mayor se imaginan estar comiendo arroz para engañar el hambre, donde la complicidad entre ambos queda más que puesta de manifiesto.
Y qué visión tan delicada del amor da el director. Esa relación entre los dos padres empobrecidos que parece que va a desembocar en una lógica unión, esa antigua amiga que ayuda al protagonista y siente celos de la intrusa pero no llega a manifestarlos. Nada de esto se hace explícito aunque se evoca claramente en pantalla. Uno no tiene la sensación de que Ozu nos prive de algo, más bien al contrario, las relaciones que retrata parecen más humanas, sin los gestos y las poses románticas a las que el cine acaba acudiendo inevitablemente. Solo dos personas que se aprecian y establecen un vínculo entre ellas. Dos almas perdidas que se apoyan mutuamente.
En el cine de Ozu hay mucho que no se dice y que no se ve. Pero no es necesario. Ozu solo toca las teclas necesarias para recrear sus ideas. ¿Qué necesidad hay de dar más detalles si con tan poco ya puede dar a entender tanto?