Si tuviera que escoger una película que reflejara la imaginación y libertad de inventiva que había en la era muda y que hacen de ésta una época tan única y especial, Le Brasier Ardent (1923) sería sin duda una de mis más firmes candidatas. Una película extraña e inclasificable que fluctúa libremente entre comedia, drama y surrealismo, y que impresionó a un jovencísimo Jean Renoir, quien aparentemente salió entusiasmado del cine por haber visto «por fin» una gran película francesa.
Y de paso, Le Brasier Ardent es también una excelente excusa para hablar de su creador, Ivan Mosjoukine, uno de los mejores actores de la era muda que aquí asume también las labores de dirección y escritura del guión de la que sería su segunda y última obra como realizador.
Mosjoukine era en los años 10 uno de los mejores actores de la industria cinematográfica rusa. A diferencia de otros intérpretes de origen teatral, Mosjoukine abrazó pronto las posibilidades del cine y enseguida se convirtió en un rostro habitual en las películas de dos de los realizadores clave del cine prerrevolucionario: Pyotr Chardynin y Yakov Protazanov. Al igual que la mayor parte de los cineastas de esa época, con la llegada de la revolución Mosjoukine emigró de Rusia y se asentó en París, uno de los sitios preferidos por los exiliados de la industria cinematográfica. Allí, la carrera de Mosjoukine siguió imparable hasta el punto de que a finales de los años 20 se le propuso trabajar en Hollywood vendiéndole al público como «el Rodolfo Valentino ruso». No obstante, su aventura americana no acabó de funcionar y el actor acabaría volviendo pronto a Europa, donde su carrera declinaría con la llegada del sonoro.
Pero no nos adelantemos, a principios de los años 20, estos exiliados rusos crearon una compañía para producir sus películas denominada Albatros, entre los cuales Mosjoukine fue uno de los que contribuyó más decisivamente al éxito de la empresa a causa de su popularidad. La Albatros por sí sola daría juego para un post entero, puesto que con el tiempo la compañía se abrió a la participación de algunos cineastas galos de prestigio como Marcel L’Herbier, René Clair, Jean Epstein o Jacques Feyder, que pudieron crear ahí películas de gran valor artístico en plena libertad. De modo que este proyecto inicialmente pensado los cineastas provenientes de Rusia acabó dando cobijo a algunas de las películas francesas más interesantes de la época.
Fue en el seno de la Albatros donde Mosjoukine rodaría Le Brasier Ardent, una película original y muy arriesgada a su manera sobre un detective, bautizado como Z, que debe ayudar a un millonario sudamericano a recuperar el favor de su joven prometida, una chica humilde que tiene cierta reticencia a casarse después de haber probado las delicias de la vida parisina.
Me resulta muy difícil clasificar una película como Le Brasier Ardent, una cinta que por su tono ligero podría entenderse como una comedia, pero que al mismo tiempo tampoco creo que busque abiertamente hacer reír al espectador salvo en ciertos momentos puntuales. Su tono tan surrealista tampoco hace que pueda entenderse como un drama convencional, y quizá eso explica en gran parte el fracaso que fue en la época: el público no sabía como tomarse un film que en realidad era un ejercicio libre por parte de Mosjoukine, sin las ataduras de ninguna convención o género.
La película se inicia con una espectacular escena onírica en que la protagonista se topa continuamente con el rostro de un hombre desconocido. La puesta en escena es magnífica, oscura y evocadora, pero diez minutos de una escena onírica están muy lejos de ser una forma convencional de empezar una película en los años 20. La protagonista despierta, descubre que el hombre de sus sueños es un detective sobre el cual suele leer sus aventuras y respira aliviada. Y entonces viene la siguiente sorpresa, porque su cuarto está compuesto por una serie de cachivaches que le permiten acceder a todo lo que quiere desde la comodidad de su cama: el desayuno, el kit de maquillaje… o sus adorados perritos – no sería mala idea afrontar en alguna ocasión la fascinación que parecía haber en la era muda por los inventos extravagantes como los que aparecen aquí o en films de Buster Keaton. La película se mueve libremente en el terreno de lo absurdo pero sin perder de vista el tono realista en la descripción de sus personajes.
Mientras vamos conociendo el conflicto (el millonario de carácter buenazo pero demasiado mayor para una muchacha como ésta), Mosjoukine no escatima ideas y todo tipo de recursos expresivos para mostrar sus ideas. Para narrarnos cómo se conocieron, parte de una imagen en negativo que acaba adquiriendo vida, primero en negativo, y luego en positivo. Cuando se nos habla de la gran preocupación de él respecto a su prometida vemos un plano con numerosos pretendientes asediando a la joven. Le Brasier Ardent es en sus primeros minutos un festín visual para todo seguidor del cine mudo.
Pero el momento cumbre llega cuando el protagonista entra en una peculiar agencia de detectives. Aquí Mosjoukine se desata por completo dando forma a un espacio misterioso y surrealista casi más propio de unos dibujos animados que de una película, en que vemos una habitación con ojos flotantes y otra con orejas. Seguidamente se le lleva a una sala donde están reunidos todos los detectives en semicírculo y se mueven a la vez con una coreografía perfecta. Es una absoluta locura.
Entra entonces en juego Z, encarnado por nuestro amigo Mosjoukine, que conoce a la joven y empieza a urdir un plan para devolverla con su marido. No obstante, aunque la película mantiene el tono libre y ligero, en su segunda hora da un bajón notable respecto a su maravilloso inicio. El film se vuelve algo más convencional centrándose en el triángulo amoroso entre los tres protagonistas; y si bien mantiene el interés también pierde ese punto tan especial de su primer segmento, a excepción de algunos momentos muy singulares como una escena en que en un club nocturno Z reta a las mujeres presentes a bailar manteniendo el frenético ritmo de la música que él toca en el piano, ofreciendo una recompensa a la última que quede en pie -¿un precedente de Danzad, Danzad, Malditos (1969)?
Pese a ser algo irregular, Le Brasier Ardent es una grandísima película: sofisticada, alocada, libre, divertida y conmovedora; la cual nos demuestra que, aparte de ser un gran intérprete, Mosjoukine tenía un talento singular y muy imaginativo. Es una pena que tras el rotundo fracaso de este film no quisiera dirigir más películas, de modo que Le Brasier Ardent acaba siendo una pequeña y singular rareza que nos demuestra las maravillosas posibilidades de la era muda.
Subscribo cada una de las palabras, con sus comas y sus puntos.
¡Ya tiene mérito coincidir a tal nivel!
Un saludo.