Sidney Franklin era uno de esos muchísimos directores caídos al olvido a los que Kevin Brownlow (un veinteañero entusiasta del cine mudo y precoz coleccionista de películas) contactó en los años 60 para concederle una entrevista. La respuesta que daban esas viejas glorias ante la petición de responder a unas preguntas sobre su trabajo en el cine décadas atrás era de lo más variada: los había que estaban encantados ante la idea, otros (la mayoría) simplemente extrañados, algunos eran muy reticentes. Franklin pertenecía a este último grupo, pero tras la insistencia que parecía poner ese joven británico al otro lado del teléfono accedió. Inicialmente el encuentro fue un poco frío, era obvio que al ex-director no le gustaban las entrevistas y respondía a las preguntas de forma un tanto breve o forzada. Para desencallar un poco la situación, Brownlow decidio describirle algunas de sus películas explicándole por qué le parecían tan interesantes y dando todo lujo de detalles que demostraban que no solo era un experto conocedor de la materia sino, lo más importante de todo, un fan. A partir de ahí el ambiente se volvió mucho más cálido y amigable: Franklin entendió que estaba hablando ante alguien que de verdad admiraba su obra y finalmente no pudo más que decir: «¡No sabía que fuera tan bueno!«. Puede parecer extraño, pero parte de la labor que Kevin Brownlow llevó a cabo durante toda esa serie de entrevistas fue hacer darse a cuenta a todas estas personas que las películas mudas que hicieron eran realmente filmes fantásticos de los que sentirse orgullosos.
Pongámonos en situación: en los años 60 el cine mudo era un periodo absolutamente desprestigiado y apenas tenido en cuenta más allá de un par de títulos obligatorios (los clásicos de Chaplin o El Acorazado Potemkin). Este tipo de filmes eran vistos en general como algo desfasado y superadísimo, una especie de pinturas rupestres del séptimo arte que estaban bien como curiosidad histórica para saber de donde veníamos pero que difícilmente podían compararse con las verdaderas joyas del cine, las que se realizaron a partir del sonoro. Parte de la culpa vino de una industria que ante el invento del sonido tiró hacia adelante sin compasión, olvidando con un gesto despectivo su pasado mudo. Pero también hay que tener en cuenta que en los años 60 las películas mudas que podían verse eran, en la mayoría de casos, versiones de una calidad pésima (¿restauraciones? ¡ja!), a menudo cruelmente mutiladas y proyectadas a una velocidad incorrecta que hacía que los personajes parecieran cómicos moviéndose demasiado rápidamente. Ponerse a reivindicar el cine mudo en este contexto era casi el equivalente a predicar en el desierto, y ésa era una tarea que solo podía llevar a cabo alguien con un entusiasmo y una verdadera convicción por la causa silente. Y Kevin Brownlow era esa persona.
Hoy día Kevin Brownlow es un historiador respetadísimo que incluso ha recibido un Óscar honorífico por su labor, pero conviene remarcar que en los años 60 era un joven entusiasmado por una forma de cine que no interesaba ni siquiera a los que le dieron forma. Su pasión le vino de pequeño cuando en el colegio en que estaba internado todos los domingos les ponían una película (generalmente muda, porque eran las más fáciles y baratas de conseguir). Pronto le pidió a sus padres un proyector y compró algunos rollos de filme tirados de precio para verlos en casa. Uno de ellos era American Aristocracy (1916) de Douglas Fairbanks, que le motivó a introducirse en el mundo del coleccionismo a una edad más que prematura. Cuando se hizo adulto, Brownlow era ya una enciclopedia sobre cine mudo, recordando no solo a los grandes directores y actores, sino también a aquellos más desconocidos e incluso a guionistas, cámaras y técnicos de diversa índole.
Según ha dicho luego jocosamente, la idea de escribir un libro reivindicando esa época tan solo le vendría a la mente a Brownlow como una excusa para entrevistar a todas estas personalidades de la era muda a quienes tanto admiraba. Sea cierto o no, The Parade’s Gone By (1968) fue una de las obras punteras en reivindicar y documentar el cine mudo, que además se empezó a escribir en el momento adecuado, puesto que en los años 60 todavía seguían vivas muchas de esas personalidades. La tarea de Brownlow era conseguir capturar el máximo de testimonios posibles antes de que éstos desaparecieran, y más teniendo en cuenta que prácticamente nadie había llevado a cabo antes esta tarea.
El libro, centrado esencialmente en el cine americano, se estructura en capítulos de diversa extensión y temática: algunos de ellos dedicados a actores y directores, otros a técnicos, y unos cuantos tratando sobre temas relacionados con el cine mudo en general (el tintado de las películas, el acompañamiento musical, la producción cinematográfica, el duro trabajo de los extras de escenas de riesgo, etc.). Como es de suponer, inicialmente la mayoría de editoriales a las que contactó se negaron a publicarle el libro por no considerarlo de interés (una de ellas le dejó el curioso comentario «Demasiado sobre Griffith y demasiados signos de exclamación«), pero por suerte tras mucha perseverancia logró su propósito, y más tras todo el trabajo de investigación que su autor había llevado a cabo, como veremos a continuación.
Una vez Brownlow se hizo el propósito de entrevistar al máximo de personas posibles que hubieran trabajado en la era muda, llevó a cabo un auténtico trabajo de campo intentando contactar con todo director, actor o actriz, técnico o guionista que hubiera estado involucrado en aquella época. No fue una tarea fácil, puesto que muchos estaban ilocalizables, pero una vez daba con ellos tenía lugar la segunda gran tarea: concertar una cita. Según Brownlow, la mayoría de los entrevistados fueron receptivos a la idea, aunque no escondían la extrañeza que sentían: ¿por qué iba a querer un joven veinteañero preguntarles por esas películas tan viejas que hicieron mucho tiempo atrás? Aquí es donde Brownlow tuvo que hacer el esfuerzo de hacerles ver a muchos de ellos que esos filmes eran realmente buenos. Algún caso como el del ex-cómico Reginald Denny fue un poco delicado. Brownlow, para convencerle, le propuso proyectar dos de sus cortos a él y su familia, pero para su desgracia el primero que vieron era bastante malo y resultaba obvio que no iba a convencer a Denny de que valía la pena hablar sobre eso… por suerte, el segundo resultó mucho mejor y logró su propósito.
No todos aceptaron entrevistarse, obviamente. Constance Bennett rompió todas las citas que acordaron y otra actriz de la época se negó en rotundo porque hablar sobre su participación en la era muda implicaría dar a conocer su edad aproximada. Pero muchos se sintieron más que halagados por verse tardíamente reconocidos. La actriz Betty Blythe estuvo encantadísima de hablar de la gran película que hizo de joven – The Queen of Sheba (1921), hoy día perdida – y de su olvidado director J. Gordon Edwards. Cineastas como Henry King, Allan Dwan y Clarence Brown fueron especialmente amables y todavía podían recordar con claridad detalles sobre cómo trabajaban en la era muda y anécdotas muy divertidas. Algo que me gusta especialmente del libro es cómo se trasluce la personalidad de estos directores a través de las entrevistas: el genuino entusiasmo de Allan Dwan hacia el cine, reconociendo que seguirá dirigiendo películas siempre que pueda, aunque no sean especialmente buenas; la generosidad con que Clarence Brown alaba a su mentor, Maurice Tourneur, al que reconoce que le debía todo («si no fuera por él, aún sería un mecánico de coches«), o el tono de hombre duro y entrañablemente arrogante de William A. Wellman, que parece surgido del salvaje oeste.
A veces estos encuentros acababan surgiendo por puro accidente. En una ocasión Brownlow se encontraba en una reunión de viejas personalidades del mundo del cine y acabó entablando conversación con una anciana sobre el director Fred Niblo – conocido sobre todo por su Ben-Hur (1925), del cual relata en el libro multitud de anécdotas sobre su rodaje. Ésta le comentó que su esposo también había dirigido películas en el pasado pero que seguro que no lo conocería. Brownlow le pidió que le desvelara su nombre y cuando ésta le dijo que era Joseph Henabery nuestro protagonista lo situó al instante como el actor que interpreta a Lincoln en El Nacimiento de una Nación (1915). Sorprendida porque ese joven conociera a su marido, concertó una entrevista con él que acabó siendo muy fructífera: Henabery estuvo horas dando detalles sobre sus inicios en el cine y sus experiencias trabajando para Griffith. En mi opinión es uno de los mejores capítulos del libro.
Uno de los cineastas a los que quería entrevistar a toda costa para el libro era Buster Keaton, pero desconocía cuál sería la actitud de Keaton durante la entrevista, y temía toparse con la vieja estrella caída en desgracia, aún amargada por los duros golpes que sufrió en el pasado. Nada más lejos de la realidad, lo que se encontró fue a un hombre viviendo apaciblemente en un bungalow con su tercera mujer que además disfrutaba narrando con mucho sentido del humor todo tipo de detalles sobre cómo hizo esas viejas películas (Keaton, que tenía una mentalidad de ingeniero, siempre estuvo fascinado por los aspectos técnicos del cine y estaba encantado de poder desvelar todos sus trucos a alguien). Como pequeña anécdota, Brownlow, que sabía que la carrera de Keaton acabó con el sonoro, se pensaba que la voz del actor sería frágil y apenas audible, y para su sorpresa descubrió que éste tenía una voz tan grave y profunda que provocó que la grabación de la entrevista se oyera después algo distorsionada.
Harold Lloyd en cambio no supuso ninguna sorpresa, era tal y como nos lo imaginaríamos: simpático, extrovertido y optimista, el hombre que ha triunfado en la vida y tiene infinita confianza en sí mismo, como prueba una pequeña anécdota que explicó Brownlow. Al parecer, cuando se encontró con Lloyd en el hall de un hotel donde estaban citados, a Brownlow le pareció reconocer ahí mismo al gran Fritz Lang en un anciano con monóculo majestuosamente sentado en recepción. Cuando le comentó eso de pasada a Lloyd, éste, sin que Brownlow se lo hubiera pedido, fue directo al mostrador y preguntó si se alojaba Fritz Lang en ese hotel. Cuando le confirmaron que así era, Lloyd llevó a un Brownlow algo azorado hasta el célebre cineasta y se presentó así: «Hola, señor Lang, soy Harold Lloyd y éste de aquí es un amigo mío que es un gran admirador de sus películas y se muere de ganas por conocerle«. Lang, inexpresivo, respondió secamente con su duro acento alemán: «Estoy esperando un coche que me lleve al aeropuerto«. Ahí se acabó el improbable encuentro entre Harold Lloyd, Kevin Brownlow y Fritz Lang.
Uno de los directores que resultó ser un hueso duro de roer fue el arrogante Josef von Sternberg, que le concedió solo media hora en su despacho. Cuando Brownlow llegó algo tarde a la cita y expresó preocupación por no tener tiempo de tratar todos los temas, Sternberg replicó «No se preocupe señor Brownlow, media hora es mucho tiempo«. Durante toda la entrevista Sternberg habló en un tono estudiadamente calmado que no escondía cierta altivez. A lo largo de la conversación, respondió de forma evasiva y con absoluto desinterés a muchas de las preguntas, e incluso en algún momento replicó lanzándole él otras cuestiones a Brownlow. También se negó a dejar que se grabara la conversación, y cuando Brownlow accionó una grabadora a escondidas, Sternberg se dio cuenta enseguida y le saboteó situándose en un lugar donde el ruido impediría que se grabara en condiciones lo que decía.
Pero si hay un encuentro que resulta especialmente emotivo es el de Brownlow con el que era su gran héroe: Abel Gance. El capítulo más largo del libro está dedicado íntegramente a Gance, del que Brownlow habla con un entusiasmo y una devoción que no esconden su más profunda admiración hacia un cineasta que en los años 60 estaba virtualmente olvidado. De hecho, Brownlow descubrió su gran obra Napoleón (1927) por puro accidente durante su juventud. En una ocasión compró un rollo de una película – El León de Mongolia (1924) de Jean Epstein – que le gustó tan poco que volvió a la tienda a pedirle que se la cambiaran por cualquier otra cosa (más adelante Brownlow vio una versión restaurada y a mejor calidad y reconoció que tampoco estaba tan mal). El dependiente intentó endosarle un filme llamado Napoleón, pero el joven se mostró reticente porque eso le sonaba a película de las que se pone en las clases de historia en los colegios, pero aceptó solo para deshacerse del filme de Epstein. Cuando puso esa película en casa quedó boquiabierto. Solo era una parte del metraje (una hora) y no estaba a muy buena calidad, pero le fascinó de inmediato la audacia de su director y lo increíblemente moderna que parecía.
Después de ese descubrimiento, Brownlow puso anuncios buscando a más personas que tuvieran otros fragmentos de la película e intentó contactar con su director, un tal Abel Gance que ni siquiera sabía si seguía vivo o no. Lo estaba. Y cuando fue a Londres de visita y se pasó por el British Film Institute quedó encantado al ver que le reconocían. Le hablaron de una proyección que estaban ultimando de su obra maestra Napoleón, considerada casi perdida durante décadas, y resultaba lógico presentarle al joven que había hecho el esfuerzo de juntar todos los fragmentos. Por desgracia, Brownlow estaba internado en un instituto muy estricto que solo dejaba salir a los alumnos en época de exámenes por defunción de alguien cercano; de modo que su madre tuvo que llamar en un tono fingidamente afligido pidiendo que dispensaran a su hijo por un día para acudir al entierro de un familiar. Brownlow consiguió escapar y vio en persona a su héroe. Más tarde diría que Gance era un hombre que ya le impresionó al verle de lejos, solo con su porte y aspecto físico. Su primer encuentro no fue muy fructífero ya que Brownlow no hablaba francés y Gance tampoco conocía el inglés, pero a éste le seguirían otros que finalmente conducirían a Brownlow a restaurar Napoleón en la versión más completa posible a partir de todos los fragmentos que fue recuperando de diversas fuentes. De este modo, logró llevar un paso más allá lo que se había propuesto con The Parade’s Gone By: reivindicar a un cineasta al que admiraba pero en esta ocasión recuperando su gran obra maestra y dándosela a conocer a la comunidad cinéfila. Pero eso es otra historia que contaremos en otro momento.
Excelente posteo; yo realmente no conocía a este personaje y su gran aporte al rescate del cine mudo. Es de no creer que alguna vez se considerara el cine mudo como algo sin valor, de verdad cuesta creerlo. Pero es una opinión que persiste en muchos sectores, lamentablemente. Es necesario educar a la gente en el aprecio a este arte. Que se vea cine en general, no sólo el cine del año en que se vive y no sólo para entretenerse. Que absurdo que una película de hace 90 años sea tildada de vieja y caduca, pero no pasa lo mismo con la música, la literatura y los cuadros de hace 200 años. El cine, siendo un arte relativamente nuevo, sigue sin ser apreciado como tal. Yo tengo dos sobrinas de 11 y 14 años respectivamente, y las estoy educando en el aprecio al arte por su belleza y capacidad de emoción, no por el año en que se creó determinada obra. Desde hace un par de años las he hecho ver cine mudo y clásico. Hemos visto prácticamente todas las de Keaton (lo aman) y muchas de Chaplin. Aun se ríen al recordar La muñeca e imitan las poses y muecas de Ozzi Oswalda. Recientemente vimos El gabinete del doctor Caligari y les encantó, no se les hizo lenta, confusa ni larga, como me pasó a mí la primera vez que la vi, lo que demuestra que he hecho un buen trabajo enseñándoles lo poco que sé sobre este maravilloso cine. Quizás al crecer no sigan viendo cine mudo y clásico, pero al menos les quedará el recuerdo de alguna vez haberlo hecho.
Hola Elisabeth,
Realmente muchos clásicos del cine mudo resisten el paso del tiempo y pueden ser todavía disfrutados por un niño que aún no se haya viciado de esa obsesión por lo moderno. Es una pena que no se intente inculcar más a menudo como estás haciendo el amor por el cine mudo, y más cuando hoy día tenemos todas esas películas tan a mano.
No obstante, en la época de Brownlow el problema es que el cine mudo estaba mal visto…. ¡incluso por muchos académicos y cinéfilos! Hoy día por suerte en esos ámbitos no sucede tanto aunque sí que es una parcela de la historia del cine a la que a mucha gente le cuesta entrar.
Un saludo.
Gracias por el blog. Como siempre, una mina de saber.
Gracias, celebro que lo disfrute. ¡Un saludo!
Gran emoción es la del descubrimiento del redescumbrimiento. MI fascinación por el cine mudo es grande aunque por momentos la relego un poco, tristemente por los avatares del mundo moderno que nos quiere devorar hasta el último segundo de nuestro tiempo. Kevin Brownlow es ahora para mi (Así como este bello blog) un héroe que le permitió a generaciones como la mía (Y esperemos que las venideras se interesen también) conocer tantísimas joyas del cine que en el presente adolece de superficial… Yo siento que las películas de esta década son cada vez más huecas y preconcebidas con fórmulas comerciales que prescinden de todo riesgo y se instalan cómodamente en los primeros lugares de audiencia… Me entristece ese debilitamiento de la magia, el arte, el misticismo y hasta el amor que había en el cine, a cambio de un vacío enorme lleno de pomposos efectos visuales y poca narrativa, pero me reconforta poder vivir en estos tiempos en que este cine mudo puede ser de relativo fácil acceso gracias al esfuerzo de muchas personas (Como Brownlow y como ustedes, los autores de esta página) y así poder maravillarnos con el cine mudo, que sin emitir sonido, tiene aún mucho por decir.
Hola Carlos, muchas gracias por tu comentario. Realmente tenemos suerte en estos tiempos de tener tan fácil el acceso a tantas joyas de esa época, de modo que si bien es de lamentar que el cine mudo siga siendo una rareza dejada de lado, a cambio podemos disfrutar de él como nunca, así que aprovechémoslo. Un saludo.
[…] En todo caso, los había que al hacer sus escenas soltaban cualquier cosa, con especial predilección por las obscenidades, y eso hizo que en su época muchos espectadores que sabían leer los labios pusieran quejas porque los actores no estaban diciendo lo que deberían de acuerdo con sus personajes. Así lo documenta Kevin Brownlow en su imprescindible obra The Parade’s Gone By: […]