Si algún lector necesita todavía que le convenzan de que el francés Leonce Perret fue uno de los cineastas clave de los años 10, basta con que le eche un vistazo a la que es una de las obras más importantes de su carrera: Le Mystère des Roches de Kador (1912).
Un hombre acaudalado muere dejando a su hija Suzanne su cuantiosa herencia cuando llegue a la mayoría de edad. Pero en su testamento deja una cláusula según la cual si Suzanne muere o se vuelve mentalmente inestable, será su tutor, el conte Fernand, quien recibirá toda su fortuna. Como supondrán, nada bueno puede salir de todo esto. Fernand, ahogado en deudas, le pide a Suzanne en matrimonio pero ésta le rechaza porque está enamorada del capitán Jean d’Erquy. Desesperado, Jean urde un maquiavélico plan: le hace llegar al capitán una nota haciéndose pasar por Suzanne donde le cita en unas rocas al borde del océano, y minutos antes del supuesto encuentro, va hasta allá con Suzanne, a quien le ha dado un veneno. La joven pierde el conocimiento y Fernand la deja en la orilla confiando que la marea se llevará su cuerpo. Después se oculta entre unas rocas y cuando llega Jean le dispara. Pero su crimen no surtirá efecto, ya que el capitán sobrevive y consigue salvar a la joven, a quien el veneno no ha llegado a matar. Pero una vez ésta se despierta se encuentra amnésica y rozando la locura. Nadie es capaz de desentrañar el misterio de qué ha sucedido y, mientras tanto, Fernand se hace con la herencia.
Antes de entrar en detalle fíjense en el año de producción de esta cinta para entender su enorme importancia: ¡1912! Si echan un vistazo a otras producciones de la época notarán enseguida cómo Perret ciertamente era uno de los directores más avanzados de entonces. Obviamente, la película todavía adolece de algunos rasgos hijos de su momento como la tendencia a planos largos, pero para durar más de 40 minutos no se hace pesada y fluye bastante bien. Además, la poca variedad de planos se compensa con el buen ojo que tiene Perret para los encuadres y aprovechar el entorno, sobre todo la zona rocosa a la que alude el título, muy interesante visualmente y que por cierto se encuentra en Finisterre.
Pero aparte de adelantarse en unos años a algunos rasgos prototípicos del género policíaco (aquí Perret no se basa tanto en persecuciones o la acción inmediata, sino en el lento proceso que llevará a los protagonistas a dar con el culpable) el filme ofrece una curiosa novedad en forma del tratamiento al que se someterá la protagonista para recuperar la memoria: un profesor especialista en casos traumáticos propone grabar con una cámara una recreación de lo que le sucedió a la joven en las rocas de Kador y luego proyectarle las imágenes a modo de terapia de choque. La escena en que la joven está mirando en la pantalla esa recreación es sin duda el momento más poderoso de la película, un ejemplo interesantísimo de cine dentro del cine que le permite a Perret especular ya con las posibilidades de ese medio integrándolo en la trama como un elemento más.
El propio Perret se reserva para sí mismo el carismático papel de villano mientras que para encarnar a la protagonista se contó con Suzanne Grandais, una de las actrices más populares de la época (se la conocía con el sobrenombre de “la Mary Pickford francesa”) cuya carrera quedó repentinamente truncada con su temprana muerte en 1920 en un accidente de coche y de la cual hablamos hace poco a raíz del ciclo que le dedicó la última edición del Festival de Cine Mudo de Pordenone. Sirva este filme como recordatorio al talento no solo de su realizador sino también de su magnífica actriz protagonista.
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