La Violinista de Florencia (Der Geiger von Florenz, 1926) es de esos filmes que me atrapan desde la escena inicial. La cinta comienza no con la clásica presentación de personajes sino con una escena bastante insólita. Unas manos cogen la foto de una mujer que hay dentro de un marco y ponen otra de una jovencita en su lugar. En el siguiente plano vemos que las manos corresponden a la joven de la foto y que, después de haber hecho el cambio ha roto la fotografía que había antes. Más tarde dscubrimos a la mujer de la fotografía inicial en otro cuarto poniendo flores frescas en un jarrón. Un hombre camina por el cuarto anterior y ve en el suelo los trozos de la fotografía rota. La joven destroza-fotos ahora la toma con el florero e intenta reemplazarlo por otro que trae ella. La joven y la mujer se encuentran y la primera le increpa que sus flores son más bonitas. Llega el hombre y se lleva a la jovencita a un cuarto aparte. La frase que ésta le dice: «No puedo remediarlo, no la quiero«. La réplica de él: «Pero yo sí la amo«.
No llevamos ni cinco minutos de película y se nos ha expuesto de forma sumamente elegante y precisa un conflicto: la hijastra, Renée, que no quiere a su madrastra, y el padre intentando reconciliarlas. Todo ello con naturalidad, de forma que no tengamos la sensación de estar viendo la presentación de los personajes, sino de haber penetrado en mitad de un conflicto ya existente. Cada detalle encaja a la perfección: desde las interpretaciones de los actores (especialmente el inconmesurable Conrad Veidt en un papel comedido y elegante, pero no exento de sensibilidad) a la puesta en escena, que se basa en la forma de introducir pequeños elementos que reflejan un drama mayor.
Le sigue luego una comida entre los tres personajes donde el conflicto se vuelve a repetir pero esta vez con un tono más humorístico: como su padre y su madrastra están sentados uno frente al otro, Renée intenta poner el florero en medio de los dos para que no puedan hablar. Más tarde se mantiene el tono ligero con un conflicto entre los dos perritos de ambas mujeres. El pobre hombre recibe un mordisco y fíjense qué sucede: las dos se pelean por curarle la herida. En unos instantes Renée escribirá en su diario y sabremos más detalles de cómo se llegó a esta situación, pero cuando hemos llegado a los diez minutos tenemos ya toda la imagen completa: la relación difícil entre los tres personajes con esa competencia por el amor del mismo hombre, así como su psicología (el carácter caprichoso e infantil de Renée, la presencia imponente pero educada del padre).
Si hay algo que se le pueda achacar a La Violinista de Florencia es que el resto de película nunca estará a la altura de sus primeros 20 minutos, los que suceden en este hogar infeliz y profundizan en los celos de Renée por su madrastra. De hecho el guion de Paul Czinner es lo suficientemente valiente como para no ocultar el componente potencialmente incestuoso de esa atracción tras estrecha hacia su padre: «Si no fueras mi padre, ¡me casaría contigo!«, le dice ella mientras le abraza afectuosamente.
Pero a partir de aquí la cinta tira por otros derroteros. Renée es enviada a un internado de señoritas porque su presencia provoca demasiados conflictos en el hogar. Ésta se fuga y, para escapar del país por la frontera italiana debe disfrazarse de chico. En un pequeño pueblo le sorprende una pareja burguesa mientras ésta toca el violín. Él se encapricha de Renée y decide llevársela con ellos bajo el pretexto de que es pintor y le servirá como modelo – obviamente se piensa que es un muchacho, porque ella sigue con su disfraz. Y si les parecía llamativo una película muda con una relación potencialmente incestuosa, agárrense, porque ahora encontraremos una segunda, ya que esta pareja en realidad no están casados, sino que son hermanos. Pero tienen una relación tan estrecha que cuando el pintor empieza a pasar mucho tiempo con «el muchacho», la hermana se pone celosa porque está menos por ella. Es la misma situación del inicio de la película pero ahora Renée se ha convertido en la «intrusa».
Algo que me parece alucinante de La Violinista de Florencia es lo extravagante que resulta en su forma de tratar las relaciones entre personajes y las cuestiones de género. El pintor siente una atracción extraña hacia el muchacho. «Extraña» porque él es heterosexual y se piensa que Renée es un chico. De hecho aquí se nos ofrece la segunda frase extraña sobre relaciones entre personajes e hipotéticas bodas: «A menudo me gustaría que fueses una chica, así me casaría contigo«.
Lo divertido del asunto es que meses antes de ver esta película estuve revisionando algunas obras del cineasta canadiense Guy Maddin, que entre otras cosas destaca por tomar la estética del cine mudo y aplicarle argumentos enrevesados y extraños como el de Brand upon the Brain! (2006), en que un personaje femenino se enamora de una chica y, para seducirla, se disfraza de chico. Tanto las confusiones de género como las relaciones incestuosas son dos temas muy propios del cine de Maddin, por ello resulta tan curioso encontrarse una película muda que ya exploraba ese camino 80 años antes y que estoy seguro de que el propio Maddin no conocía. ¡La era silente es una caja de sorpresas!
La película contiene detalles curiosos incluso a nivel de decoración, como la casa del pintor en que conviven una estatua de la virgen con otra de estilo tribal. ¿A quién se le ocurriría algo así?
Desafortunadamente este último tramo de la película creo que no resulta tan interesante y al final el grueso del metraje no está a la altura de su prometedor inicio. No quiere decir eso que el filme no valga la pena, de hecho sigue siendo una obra notable más allá de la singularidad de las temáticas que trata. Su realizador es el director húngaro Paul Czinner, que tuvo una carrera que se extendió por varios países de todo el mundo y aquí hace un solidísimo trabajo de realización, cuidando mucho los detalles y sobre todo la dirección de actores, evitando que todo esto se convierta en un culebrón algo pasado de rosca y que, pese a lo poco creíble de ciertas situaciones, sigamos metidos en la historia.
En cuanto a los actores, Conrad Veidt está extraordinario como siempre y es de lamentar que su personaje se pierda de vista a medio filme, pero es de justicia reconocer que Elizabeth Bergner es quien lleva el peso principal. Bergner, que acabaría casándose con Czinner y emigrando con él fuera de Alemania a causa de ser ambos de origen judío, está magnífica: divertida, sensible y, aunque no resulta muy creíble físicamente como muchacho (ni siquiera se corta el pelo), sale airosa del papel. Habría preferido que la película se centrara en estos dos personajes, pero tampoco podemos achacar a un cineasta que no lleve una historia por los derroteros que nosotros queremos. A cambio nos queda el recuerdo de la escena en que padre e hija se reencuentran y se dan un emotivísimo abrazo que es presenciado por el pintor. Su expresión denota que es consciente de que, aunque se acabe casando con ella, será siempre será en el mejor de los casos su segundo gran amor.
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La había picoteado, pero jamás vista entera hasta hoy, por fin. Totalmente de acuerdo con todo. De entrada temía porque el artículo no detallase demasiadas escenas y sus sorpresas internas, pero luego ya he ido viendo que era necesario, aparte de que da unas claves muy claras que ayudan a quien no se fije (o sea, cualquiera de nosotros el día que estemos con la antena poco afinada) en aspectos muy nutritivos de la cinta. El comienzo es ejemplar, toda una lección de todo, realmente. Vaya, que cualquier día lo voy a usar en mis modestos espacios divulgativos. Por cierto ¿por qué las restauraciones alemanas son tan buenas en todo menos en la velocidad? A 0’80 p.ej. todo mejora mucho. de verdad, no lo comprendo. De vez en cuando les pasa también a los daneses, aunque en general se esfuerzan mucho más por encontrar una velocidad de proyección más natural, acorde con la que debían disfrutar los espectadores de la época. Pero lo de los alemanes no lo entiendo. Ves una restauración alucinante de Phantom, de Murnau (por ejemplo) donde todo se ve con más definición que en la última película de Pixar, pero ves al pobre Alfred Abel corriendo de aquí para allá como el diablo de Tasmania. así es imposible tomárselo en serio. Claro que entonces películas que ya ahora son larguitas durarían entre un 15% y un 25% más. ¡Pero que duren! Pero ante las restauraciones sin tacha en todo lo demás uno no tiene valor de decirles nada (cobarde que es uno) y solo espera que algún día algún responsable lea comentarios como este y repare en solucionar algo tan sencillo. Gracias por el artículo*
Hola amigo Florenci,
Sobre el tema velocidades es extraño porque entiendo que es algo que los restauradores vigilan mucho, pero aquí no puedo darle más pistas por no ser un tema en que haya profundizado (si bien lo de que los personajes se mueven como el demonio de Tasmania me parece una descripción impagable).
Celebro que le haya gustado la película, por otro lado. No es una joya oculta pero tiene muchos detalles de interés y, desde luego, está excelentemente filmada, de ahí que viera necesario entrar a fondo en todo lo que ofrece su inicio.
Un saludo.
Perdón, que me he pasado de velocidad con las velocidades y me he olvidado de comentar un punto importante. Tiene toda la razón el doctor cuando dice que el cineasta no tiene porque llevar la película por donde nosotros queramos, pero creo que estaremos de acuerdo en que, aunque esta sea una muy estimable película (y la verdad es que está muy bien el hecho de dar la vuelta a la tortilla al juego de tensiones de la primera mitad, haciendo que la chica pase por la misma experiencia que su oponente) uno no puede más que lamentar que el director no se hubiese ceñido al minimalismo del principio: tres personajes, en un espacio cerrado, viviendo su conflicto enfermizo, ya sea de un modo más dramático o cómico. Es tan brillante el juego que nos propone y tan fascinantes las reglas del juego que creo que cualquier espectador mínimo atento puede sentirse lleno. A pesar de eso, la película sale y se va por otros derroteros, mucho más pintorescos y aventureros. Se nos cambia la película, se nos cambian las reglas del juego. El juego que viene está muy bien, pero te sientes un poco frustrado. A mi que me encantan las escenas en exteriores naturales, aquí me molestan un poco. Es como si ese viaje a Italia (con unos planos magníficos del paisaje, las casas, las gentes, y ese viaje en automóvil, espléndido), ese salir al aire libre se haya evaporado toda la fuerza concentrada en el primer acto. Aquello que en otras películas agradezco (lo de «por fin, se acaba la claustrofobia!») aquí me ha desilusionado un poco. Da la sensación que Czinner ha tenido un poco de miedo que tanta concentración pudiese ahuyentar el espectador y le propone peripecias sorprendentes pero, al fin y al cabo, más convencionales y folletinescas. En la primera parte tenía una historia muy real atrapada con una poética narrativa espléndida, muy clara, que se desincha un poco/mucho (según cada espectador) al introducir aventuras que se agradecen en otro género. Vaya, que uno no quiere ponerse a reflexionar, tomar conciencia de las injusticias sociales ni profundizar en las ambigüedades psicológicas del héroe cuando va a ver James Bond o un corto de Mack Sennett, sino olvidarse de todo eso con personajes lo más planos posibles, que todo sea pura excusa para vivir una experiencia lo más absurda posible, lo más llena de clichés posible, llevados con inteligencia. Pero aquí no sé que hago preocupándome por si la chica conseguirá atravesar la frontera con sus artimañas o no cuando lo que me preocupaba en un principio era la tensión tan gorda que se producía en el seno de una familia a tres que era un polvorín psicológico fascinante… ¡y muy real, con el que muchos nos podemos sentir identificados! Hay películas que llevan hasta el fondo ese minimalismo de concentración estupendamente (me viene una buena lista filmes mudos, tanto dramas como comedias) y otras caen en ese miedo. Keaton, por ejemplo, admite que podría haber realizado toda The Playhouse como en el primer rollo, el solo, pero tuvo miedo a pasar por demasiado divo. Se equivocó. Las otras dos partes son muy buenas (de hecho la parte del Buster-mono es de lo mejor que tiene) pero si se recuerda el corto es por esa primera parte. Como corto podría haber lelvado la idea de la multiplicidad hasta el límite y todos contentos. Bueno, solo eso, disculpas por el rollo. ¡Gracias!
Hola Florenci,
Como de costumbre, tiene toda la razón y sus apreciaciones son muy justas. A mí me da la impresión de que en realidad eso que le sobra a usted para Czinner era realmente la película en si tal cual se concibió inicialmente (la historia de una chica que se fuga a Italia disfrazada de violinista, etc.), ya que es lo que le da título. Y en cambio lo de la primera parte simplemente era la introducción, pasa que Czinner fue tan brillante en la exposición del conflicto inicial que no podemos evitar pensar «Rayos, ¡quedémonos con esto!».
Esta incoherencia entre el tono de la primera parte y la segunda en realidad ya sabe usted por experiencia que es algo muy típico de la era muda, en que a veces ciertos films empiezan con una trama determinada y de repente a media película se trasladan a la otra punta del mundo o cambian incluso de género. Es lo que tiene la loca libertad de esos años.
En fin, es cierto que de mantener el nivel de la primera parte estaríamos ante una obra mayor, pero a malas tenemos una obra interesante con un inicio genial, que tampoco está mal.
Un saludo.