Tiempo atrás les hablamos de un importantísimo corto de cine de los orígenes, Grandma’s Reading Glass (1900), que introducía el concepto de primer plano mediante la excusa de una lupa que permitía ver los objetos de cerca. El film que les proponemos hoy juega con una idea muy parecida pero ofreciendo, eso sí, un contenido mucho más erótico.
Ferdinand Zecca se propuso seguir la misma estructura basada en combinar el plano general de una persona mirando y, a continuación, un plano subjetivo más cerrado de lo que ve. La gracia está en que traslada esa idea a un concepto que ha estado íntimamente vinculado al cine desde sus inicios: el voyeurismo. El hecho de mirar una película es de por sí un acto voyeur: el espectador está observando la supuesta representación de las vidas de unos personajes que actúan ante él como si no fueran conscientes de la presencia de la cámara.
En este caso tenemos a un encargado de hotel que mira por el ojo de la cerradura lo que sucede en cada habitación para, a continuación, dirigirse de forma cómplice al público y comentar mediante gestos lo que ha visto. Cuando ve a una mujer atractiva, comenta a cámara lo hermosa que es; pero seguidamente en la siguiente habitación ve a otra que se quita la dentadura y la peluca mostrándola tal cual es, calva y desdentada, así que muestra ante la cámara una expresión de disgusto. Dichos planos subjetivos aparecen encuadrados dentro de una forma de ojo de cerradura para enfatizar el hecho de que estamos viendo lo que el protagonista observa por ahí, tal y como se hacía en Grandma’s Reading Glass con la lupa. Al igual que sucedería en la gran película sobre el voyeurismo, La Ventana Indiscreta (1954) de Hitchcock, la impunidad del voyeur desaparece cuando es descubierto, en este caso por un ofendido cliente que le echa del escenario.
Obviamente, aunque hoy día no nos puede impactar ya de la misma manera, en su momento el cortometraje tenía un componente erótico muy elevado al jugar con la típica fantasía de voyeur. No son pocos los cortometrajes de cine de los orígenes en que se recreaban escenas picantes de forma que el espectador tuviera la sensación de estar observando la intimidad de sus personajes, y más cuando el cine primitivo se basaba no tanto en la narración de historias como en el hecho de mirar (es decir, ser un voyeur). No hay que irse muy lejos para buscar otros ejemplos eróticos de la época, el propio Georges Méliès cuenta con uno, Après le Bal (1897):
Como ven, lo de menos es la historia, ya que de hecho no hay argumento más allá de lo que pueda insinuar su título. Es simplemente la imagen de una mujer atractiva – para los estándares de la época, se sobreentiende – que se acicala tras una noche de baile, por tanto el único interés de dicho cortometraje era el erótico, sin necesidad de una trama mínima como sí tenía el primer film que les hemos mostrado.
Para acabar, si alguno de nuestros lectores más recatados siente la tentación de juzgar muy severamente al protagonista del cortometraje de Zecca por su poco caballerosa actitud, no está de más recordar la siguiente frase del propio Hitchcock:
«Todos somos voyeurs. Le apuesto a que nueve de cada diez personas si contemplan al otro lado del patio a una mujer que se desnuda antes de irse a acostar, o simplemente a un hombre que ordena las cosas en su habitación, no podrán evitar mirarlo. Podrían apartar la mirada diciendo: «No me concierne», podrían echar las cortinas. Pues bien, no lo harán, se entretendrán en mirar.»