Las Ruinas de un Imperio (Oblomok imperii, 1929) de Fridrikh Ermler

Realizada en los últimos años de la era muda, Las Ruinas de un Imperio (1929) es uno de esos pequeños clásicos del cine soviético que han emergido no por su importancia histórica o ser obra de uno de los grandes cineastas de la época (el nombre de Fridrikh Ermler difícilmente le será familiar al cinéfilo medio), sino por su innegable calidad. Se trata de una obra densa y repleta de simbolismos hasta el punto de que puede entenderse como otra obra de propaganda comunista pero también como una sátira sobre el socialismo, que empieza de forma espectacular con los horrores de la guerra y acaba con el plano del pomo de una puerta, de forma que el desenlace del filme y del conflicto principal al final dependen de algo tan pequeño como si dicho pomo abre o cierra la puerta.

El protagonista es Filimonov, un exoficial que perdió la memoria durante la I Guerra Mundial al recibir un cañonazo de sus propios superiores por compartir un cigarro amistosamente con un soldado alemán en su puesto de vigilancia. Los años han pasado, la guerra terminó y tras la revolución llegó la era socialista. Filimonov mientras tanto trabaja en una estación de ferrocarril totalmente ajeno a lo que ha sucedido. Pero entonces un día reconoce en un tren a su antigua mujer y le vuelve la memoria. Decidido a recuperarla, se embarca hacia San Petersburgo ignorante de todos los cambios que ha sufrido el país.

Nos encontramos ante una de esas maravillosas obras de finales de la era muda, en que el aspecto visual de las películas se perfeccionó tanto que el uso de rótulos se volvió cada vez más innecesario. En ese sentido, la primera parte de Las Ruinas de un Imperio es directamente uno de los mayores logros de toda la era muda. Durante media hora vagamos por el filme sin acabar de entender lo que está pasando ni quién es nuestro protagonismo. Y todo ello casi sin rótulos que nos ayuden, únicamente imágenes que muestran el horror de la guerra y detalles que se deja que sea el espectador quien los coja para darles sentido. Visualmente es una película atrevidísima, con unos planos nocturnos que no temen en servirse en la oscuridad a veces casi total para crear el ambiente adecuado al espectador (por ese motivo se agradece ver una copia del filme a buena calidad para apreciarlos mejor). Todo ello acaba desembocando en la escena en que Filimonov recupera la memoria, en que el montaje combina diferentes elementos de la habitación del protagonista con pequeños flashes que poco a poco recomponen el relato de su pasado. Ermler diseña la escena siendo muy fiel a la forma como funciona la memoria, entremezclando planos muy cortos de recuerdos reales con otros puramente oníricos (entre ellos la famosa imagen de Jesucristo con una máscara de gas, a la que volveremos más adelante) y otros en que se mezclan realidad y fantasía (cuando recuerda lo que le sucedió en las trincheras casi todos los personajes tienen su rostro).

Una vez Filimonov llega a San Petersburgo se topa con que la ciudad ha cambiado radicalmente en unos años: su antiguo barrio ahora está repleto de modernos edificios y cuando va a pedir ayuda al dueño de la fábrica donde trabajaba, éste le dice consternado que la ha perdido. Más adelante llega a un comedor social donde interrumpe a un conferenciante preguntando por el paradero de su esposa, comentario que recoge el micrófono y acaba siendo escuchado por todos los oyentes a través los altavoces (habrá quien quiera ver en esto un guiño a los estragos del cine sonoro, y más siendo una obra tardíamente muda). Lo irónico de esta escena es que, aunque ninguno de los dos lo sabe, dicho conferenciante es ahora el nuevo marido de su mujer… Pero no se preocupen, los trabajadores de la fábrica acogerán a Filimonov y le pondrán al día sobre las maravillas de la era socialista.

Aquí es donde la película entra en el clásico conflicto al que se enfrentan la mayoría de grandes obras soviéticas de la época: el choque entre la función propagandística del film y la narrativa, que a veces pueden circular felizmente juntos, pero a veces se entorpecen mutuamente. En este caso los discursos de sus compañeros sobre cómo ahora la fábrica pertenece a todos pueden resultar algo plomizos, pero a cambio yo prefiero quedarme con los problemas de integración que tiene Filiminov (convertido inevitablemente en el objeto de burla), al ser una situación más cercana a nosotros. Merece destacarse también la prodigiosa habilidad del cine soviético por conseguir que algo tan poco interesante (al menos para este Doctor) como el funcionamiento de las máquinas sea visualmente apasionante, gracias a los encuadres y el montaje.

Por último, no nos olvidamos de la búsqueda de la esposa perdida. Ermler reserva para este encuentro una emotiva escena final llena de tensión que, una vez más, acaba vinculándola de alguna forma con el mensaje político del film. Pero nos engaña, realmente lo que nos conmueve es el encuentro entre los dos amantes, no lo que representa tal y como viene indicado en el título de la película.

Tal y como dijo el archivista Peter Bagrov en la presentación de la última restauración del filme en el Festival de Pordenone 2019, Las Ruinas de un Imperio es curiosamente una película que está constantemente siendo reivindicada y luego vuelta a olvidar. Desde su momento fue considerada un clásico que contó con las alabanzas de gente como Eisenstein, Chaplin o G.W. Pabst, pero por algún motivo no ha alcanzado el estatus canónico de otros clásicos soviéticos. Eso se puede deber en gran parte a que hasta muy poco no se ha podido ver la cinta en una versión realmente completa. Los montajes que han circulado por el mundo y que hemos podido ver (aproximadamente de hora y cuarto) carecían de muchas escenas, entre ellas curiosamente la más famosa de la película, la imagen de Jesucristo con la máscara de gas, que fue censurada en numerosos países. Y no solo la censura tuvo la culpa, dada la complejidad del filme y el estilo tan moderno y casi vanguardista de algunas de sus escenas, en muchos sitios se remontó para acortarlo y simplificarlo.

Cuando hace unos años se decidió reconstruir una versión lo más completa posible, los encargados de dicha tarea se encontraron con que era una empresa titánica entre otras cosas porque cada país había censurado partes diferentes de la película, lo que implicó visionar docenas de versiones distintas, compararlas entre sí y, al final, acabar trabajando con nueve copias diferentes como modelo de cara a crear una que fuera lo más cercana posible a la que hizo Ermler (¡irónicamente la copia que acabó siendo la canónica en Rusia era una de las que más cortes tenía!). Ahora por suerte podemos disfrutar ya de esta obra maestra no solo en su casi totalidad, sino además con la banda sonora que compuso expresamente para ella el compositor vanguardista Vladimir Deshevov. Esperemos que esta nueva restauración del 2018 sirva para que Las Ruinas de un Imperio se asiente ya en el canon para siempre.

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