Aunque el cine mudo era, tal y como indica su nombre, sin diálogos, eso no quiere decir que el sonido no pudiera tener un papel importante tanto en los rodajes como en las proyecciones de películas. Como ejemplo de ello, voy a rescatar dos fragmentos tomados de la excelente autobiografía de King Vidor titulada Un árbol es un árbol que atañen a una de sus obras más míticas: el drama antibélico El Gran Desfile (The Big Parade, 1925). La primera es una muestra de cómo en las filmaciones de las películas los cineastas a menudo se servían del sonido para conseguir determinados efectos de los actores. Es conocido por ejemplo cómo en los rodajes de filmes mudos solía haber músicos interpretando música en el set para inspirar a los intérpretes mientras trabajaban, pero en este caso veremos que se trata más bien de un efecto rítmico. El segundo fragmento es una pequeña divertida anécdota que rompe la idea que tienen algunos cinéfilos de que las proyecciones de estas películas mudas se hacían en un clima de reverencial respeto, en que se cuidaba mucho la música de acompañamiento. Nada más lejos de la realidad, hay crónicas de prensa de la época que se quejaban de pianistas más preocupados en exhibirse que en acompañar la película y, en este caso, veremos cómo a veces los propios directores eran abiertos a experimentos… que a veces se cargaban las películas. Le cedo la palabra al gran King Vidor:
«Con la cooperación del Cuerpo de Transmisiones del ejército de Estados Unidos, habíamos conseguido casi cien bobinas de películas documentales filmadas durante la Primera Guerra Mundial. Para familiarizarme con los distintos métodos de combate que se habían empleado en Europa, estudié atentamente todo aquel material. Un día, al ver un fragmento de película, me di cuenta de que una compañía de soldados estaba pasando por delante de la cámara a una velocidad completamente diferente de la normal. Era el ritmo de un movimiento suspendido, que sugería la existencia de un acontecimiento ominoso. No había banda sonora, pero uno no podía dejar de ver en aquellas imágenes la presencia de la muerte. Entonces un ataúd, cubierto por la bandera, entró en campo, sobre un carromato tirado por caballos. Los hombres formaban parte de un cortejo fúnebre. Se me ocurrió que si lograba reproducir aquella cadencia lenta y mesurada mientras mis tropas americanas se acercaban a primera línea del frente, ilustraría la proximidad de la muerte por medio de un efecto elocuente y poderoso. Estaba en el terreno de mi gran obsesión, la de experimentar con las posibilidades de la «música muda».
Me llevé un metrónomo a la sala de proyección y establecí el tempo que cuadraba con el ritmo que veía en la pantalla. Cuando filmamos la marcha a través del bosque de Belleau en un pequeño bosque cerca de Los Ángeles, utilicé el mismo metrónomo, y un tamborilero armado con un bombo amplificó los golpes del metrónomo para que se pudieran oír a unos cuantos cientos de yardas a la redonda. Les dije a los hombres que cada paso debía coincidir con un golpe de tambor, así como cada giro de cabeza, elevación del rifle o presión del gatillo: en suma, que todo movimiento físico debía hacerse al mismo tiempo que sonaba un golpe de tambor. Aquellos extras, que eran veteranos de la AEF y habían servido en Francia, pensaron que me había vuelto completamente loco, y expresaban su sensación de ridículo en voz bien alta. Un veterano británico quiso saber si estaba actuando en «algún maldito ballet». Y aunque yo no dije nada, eso era exactamente lo que aquello era: un maldito ballet, el ballet de la muerte.
Al público le impactó la escena mucho más de lo que yo había imaginado. En el Grauman’s Egyptian Theater de Hollywood, donde el filme se estrenó, le pedí a Sid Grauman que la orquesta dejara de tocar al comienzo de la secuencia, y permaneciera en silencio hasta que finalizara. Dijo que la idea le encantaba y al ensayarla vio lo efectiva que resultaba. Con la pausa súbita de la orquesta, la lenta y mesurada cadencia de la película se volvía discernible, y el observador casi podía oír el sonido amortiguado del bombo anunciando un peligro inminente.»
«Cuando el regimiento recibía la orden de trasladarse desde el pueblo al frente, yo había insertado un plano de un corneta que salía del cuartel de los oficiales y que daba la señal con su instrumento. Había acordado con [Irving] Thalberg que en la sala donde se estrenó la película estuviera presente un corneta que proporcionara el efecto sonoro para aquel primer plano, así como para otro que aparecía más adelante. Según iba acercándose el gran momento del toque de llamada, notaba que el público estaba cautivado. Me imaginaba la sorpresa que iba a producirse cuando el toque de corneta sonara en la sala. Pero cuando el excitado corneta salía del cuartel en la pantalla, en el teatro no se oyeron sino unos cuantos sonidos apagados y desafinados. Nuestro corneta soplaba y soplaba a pleno pulmón, incapaz de articular correctamente ni una sola nota. Cuando el primer plano ya había desaparecido de la pantalla, él continuó desgañitándose. Literalmente, me escondí debajo de la butaca.
Una vez hubo cesado aquel chirriante ruido, recé para que la acción de la película hubiera dejado en segundo término el fiasco del corneta. Pero enseguida llegó el momento del segundo toque, y ¿acaso no cabía pensar que nuestro corneta debía de estar abochornado por su incapacidad para producir una sola nota que se oyera con nitidez? ¡Pues no! Volvió a intentarlo, y esta vez sus labios se mostraron aún más débiles que en la ocasión anterior, si es que eso era posible. Tenía que hacer algo. Salté sobre una docena de asientos y corrí por el pasillo chillando: «¡Basta! ¡Basta, por favor! ¡Por hoy ya ha sido bastante, se lo ruego!». Quizá aquel corneta hubiera sido enviado por la oficina de reparto y fuera un corneta de película muda, es decir, un figurante que resultaba fotogénico en la filmación de escenas en las que aparecía un corneta y en las que el sonido que en realidad produjese era lo de menos. Estaba demasiado hundido para averiguarlo. ¡En aquella ocasión realmente debería haber insistido en la idea de la ‘música muda’!».
Excelente introducción, a través de las palabras de Vidor, al aspecto más experimental del uso de la música en directo. Tengo el libro (una joyita) y recordaba perfectamente el mítico uso del metrónomo, pero no me acordaba en absoluto de la hilarante anécdota del corneta. Realmente Vidor era un tipo que sabía de la importancia de los detalles más aparentemente insignificantes para conseguir que las películas fuesen una experiencia memorable. Gracias por compartir directamente las opiniones del maestro. Y muy oportunas las imágenes (hablo sobretodo por la del corneta 😀 )
El libro es una maravilla, es de las pocas autobiografías de artistas de cine en que no parece que el autor solo quiera contar batallitas en plan fantasmadas y que parece que busque genuinamente explicar detalles sobre el mundo del cine y el arte de hacer películas (además que se trasluce, creo yo, que debía ser muy buena persona). Sus reflexiones sobre cómo trabajar con la imagen y el sonido son interesantísimas, es un misterio para mí que no se reivindique más el valor incluso pedagógico del libro… y si además nos cuela de vez en cuando alguna anécdota como la del fallido corneta, ¡mejor que mejor!
Un saludo.
Gran película, que pude disfrutar durante el periodo de encierro pandémico (entre otros títulos mudos). Por tanto, la tengo bien reciente para poder reconocer el valor de lo que cuenta el autor sobre el ritmo. Gracias por la información, Dr.
Hola Carlos. Es una maravilla a quien confieso que le debo un revisionado porque hace mucho de la última vez que la vi. Gracias por su amable comentario, un saludo.
Hace un par de años empecé a acumular títulos con vistas a hacer en el blog o en papel o en algún sitio que a alguien pudiera interesar un monográfico sobre cine pacifista… Miré y anoté sobre películas (El gran desfile, de las primeras apuntadas) y después de 30 ó 40 anotaciones llegué a la conclusión de que el empeño era vacío, por varios motivos.
El gran desfile, sin embargo, fue algo grande y culminante en ese ciclo personal. La escena del pinar, de lo que cae en el pinar, hombres y árboles, es un momento irrepetible de la historia del cine. King Vidor he leído por ahí que cayó en la movida de la cienciología de primera hornada. Menudo idiota. Le insulto porque lo admiro, qué necesidad de volverse bobo siendo un genio. Sic transit gloria mundi.
Gracias doctor, me apunto la autobiografía, a ver si entiendo algo.
Un abrazo
«qué necesidad de volverse bobo siendo un genio» ¡Jajaja, que comentario tan bueno! 😀
Comparto el entusiasmo de Florenci por su manera tan fina de criticar a Vidor, pero yo destaco la siguiente frase, que me guardo para usarla quizá en algún contexto propicio: «Le insulto porque lo admiro».
Vidor es un tipo muy curioso a nivel ideológico. En los años 30 te hace El pan nuestro de cada día, que es casi pro-comunista, luego – sin que de hecho esto sea una contradicción – te saca algún filme superpatriotero (mi colega el Doctor Mabuse me consta que hablará sobre dicho filme en las próximas semanas) y más tarde se unió a la lucha anticomunista. Eran otros tiempos. Y quizá, sencillamente, era bobo pese a ser un genio. Pero me resulta fascinante que un tipo que en su autobiografía demuestra ser tan culto y sensato se dejará conquistar por la cienciología… esas cosas pasan.
Un abrazo.