Especial centenario de La Rueda (La Roue, 1923) de Abel Gance

«La Rueda es el filme más bello del mundo» – Jean Epstein

Este post forma parte de un especial en dos partes que se inició la semana pasada con un artículo sobre la génesis del proyecto, su dificultoso rodaje y su importancia en la historia del cine.


Resulta curioso situar La Rueda (1923) dentro de la carrera de un cineasta tan megalómano como Abel Gance, ya que por argumento y temática podría parecer poca cosa al encontrarse justo entre obras tan ambiciosas como el alegato antibélico Yo Acuso (J’Accuse, 1919) y su Napoleón (1927). En contraste, el conflicto dramático centrado en apenas cuatro personajes que nos ofrece este filme puede parecer mucho menor… pero no subestimemos a Monsieur Gance. Porque a partir de este punto de partida dio forma a otra obra monumental y casi inabarcable de siete horas que en mi opinión es además uno de los filmes más importantes e innovadores de toda la era muda. También, y aunque esto no sea quizá tan relevante para el lector, es una de mis películas favoritas.

El protagonista del filme es un ingeniero ferroviario llamado Sísifo, que presencia un accidente en el que rescata a una pequeña niña llamado Norma, que ha quedado huérfana. Sintiendo compasión por la criatura, decide adoptarla para que haga compañía a su hijo Elie, al cual está criando él solo ya que su mujer murió en el parto. Los años pasan y los niños se hacen adultos, pero la armonía ha desaparecido en el hogar de Sísifo, quien se ha vuelto amargado y alcoholizado. Una noche le confiesa el motivo a Hersan, un hombre acaudalado que se hace pasar por amigo suyo cuando en realidad se está adjudicando a sí mismo las patentes de algunas invenciones mecánicas de Sísifo. La razón de que Sísifo se comporte así es que, para su desgracia, se ha enamorado de Norma, quien además no sabe que es adoptada y le trata cariñosamente tomándole por su padre auténtico. Hersan, que también está enamorado de la joven, decidirá aprovechar esa confidencia para casarse con ella.


No me voy a andar con rodeos: La Rueda es una de las películas más espectaculares visualmente de la historia del cine, y ya solo por todo el trabajo que hay en ese apartado su visionado debería ser prácticamente obligatorio para todo cinéfilo. Tal y como explicamos en el post anterior dedicado al contexto y las circunstancias del rodaje del filme, Abel Gance fue uno de los muchos directores surgidos a mediados de los años 10 que creía que el cine tenía suficiente potencial como para convertirse en una forma de arte con personalidad propia, sin dependencias de otras como el teatro. Esto hoy día nos parece obvio, pero en aquella época no era así. El cine aún estaba luchando por ganar respetabilidad y los cineastas de esos años estaban experimentando con nuevos recursos expresivos. El que sería el futuro séptimo arte era por entonces un terreno por descubrir, ¿hasta dónde podía llegar el potencial de las películas?

Es en este contexto donde debemos situar la figura de Abel Gance, un director ambicioso que se erigió como uno de los cineastas más vanguardistas de la era muda en su afán por llevar esta nueva forma expresiva a sus más altas cotas de grandeza. Y eso es lo que nos puede ayudar a entender una película tan gigantesca como La Rueda, no solo por su excesiva duración de siete horas, sino por la multitud de recursos visuales que atesora. Porque lo que pretendía aquí Gance era demostrar todo lo que podía dar el cine de sí: desde las cuidadísimas composiciones o el trabajo de iluminación a los innovadores movimientos de cámara y recursos de montaje. Todo ello para dar forma a una historia que se nota que concibió como un escritor que aborda su gran novela, no solo por su inusitada extensión sino por las numerosas referencias cultas con que inunda el filme, que van desde la mitología griega, presente en el nombre del protagonista o el hecho de que se quede ciego (igual que ocurría en el mito incestuoso por excelencia que es Edipo), a las citas que inserta de otros escritores haciendo referencia al concepto de la rueda de la vida, que sobrevuela sobre toda la trama.

En ese sentido, es cierto que vista hoy día la película puede resultar algo indigesta a sus espectadores por ese tono tan expresamente culto y sobre todo por el uso de recursos tan típicos del melodrama de la época a la hora de articular la trama. No creo que el problema para algunos sea tanto la trama en sí como el tono tan trágico y grandilocuente que le da Gance, que en realidad es muy típico suyo y estaba presente ya en obras como La Décima Sinfonía (La Dixième Symphonie, 1918), si bien, insisto, a mí personalmente esto no me supone ningún problema a la hora de disfrutar del filme.

Norma en ese sentido representa la figura que irrumpe en el hogar de Sísifo y Elie trayendo consigo la desgracia en forma de tentación. Pero lo interesante de la historia es que ella nunca es consciente del mal que ha traído a esa casa, y que la clave de la película está en el hecho de que los dos protagonistas estarán dispuestos a hacer cualquier cosa y pasar por cualquier tipo de penurias por preservar la inocencia de Norma. Ella de hecho nos es presentada como un personaje de carácter casi asexuado. Las travesuras que realiza en casa parecen más bien propias de un muchacho y de hecho a menudo se disfraza como tal con un bigote pintado con carbón. En cierto momento tiene que ser Sísifo quien le advierta que no debe llevar faldas tan cortas, ya que ella no es consciente de que sus piernas puedan ser objeto de deseo. La clave del drama estará pues en esa inconsciencia por parte de ella y en la incapacidad de Elie y Sísifo de revelarles la verdad por miedo a descubrir así su deseo pseudo-incestuoso. De este trío protagonista merece destacarse sobre todo la interpretación que ofrece de Sísifo uno de los actores fetiche de Abel Gance, Séverin-Mars, que está espectacular transmitiendo todos los tormentos internos y debilidades del personaje. Desafortunadamente éste jamás llegó a ver la película acabada, ya que murió mientras estaba en fase de montaje, de modo que La Rueda fue su último papel.

En paralelo a esa historia, la película es entre muchas otras cosas una especie de oda a las máquinas y la tecnología. El plano inicial en que la cámara sigue un raíl del tren que va bifurcándose y luego volviendo a unirse puede verse como una de las muchas alegorías que Gance maneja sobre el paso del tiempo y nuestra evolución. Pero más adelante el director se recreará en numerosas planos de máquinas en funcionamiento y las integrará plenamente en la trama. Los dos intentos de suicidio de Sísifo implicarán el manejo de locomotoras, y de hecho al final el propio protagonista acabará personalizando estas máquinas con el nombre de su hija adoptiva e incluso hablando con ellas.

Este interés por la mecanización y el funcionamiento de estas máquinas tan complejas es uno de los aspectos en que se avanza a uno de los rasgos más característicos del cine vanguardista de la época, pero no el único. Muchas de las innovaciones de montaje que suelen asociarse a las vanguardias soviéticas en realidad ya estaban presentes aquí, algo especialmente llamativo en dos escenas que están a punto de desembocar en accidentes ferroviarios, que son el ejemplo más antiguo que puedo recordar de montaje acelerado hasta llegar a un clímax frenético que todavía hoy día sigue resultando impactante.

El filme está dividido en cuatro segmentos que se sitúan en dos espacios claramente diferenciados: los dos primeros suceden en el mundo ferroviario y los dos últimos en un ambiente más respetable y el Mont Blanc. La suciedad y la predominancia del color negro carbón en el primero en contraste con el blanco nieve del segundo. Las dos primeras partes están impregnadas de más tensión, son las que conducen a la separación de Norma. Gance muy inteligentemente inicia la primera parte con el conflicto ya iniciado (Sísifo enamorado de su hija adoptiva) pero no nos desvela lo que ha sucedido para que el protagonista trate tan rudamente a su hija hasta mucha más avanzada la trama. De esta forma no solo genera más suspense, ya que nos preguntamos el por qué de su comportamiento, sino que además juega con el espectador, que va intuyendo lo que está sucediendo pero no consigue darle crédito al ser el amor incestuoso un tema tan tabú y delicado; de la misma forma que el propio Sísifo también tarda un tiempo en reconocerse a sí mismo que tiene esos sentimientos al sentirse horrorizado por ellos.

Si la primera mitad del filme conducía a la separación de Norma y la degradación de Sísifo como ferroviario, la segunda mitad en contraste vehícula el reencuentro y reconciliación con la muchacha, así como la forma en que el protagonista poco a poco va alcanzando una especie de serenidad (tal cual se reflejaba en el prólogo, en que los raíles se bifurcaban pero volvían a unirse). De todas estas cuatro partes hasta hace poco nos faltaba la mayor parte de metraje de la tercera, pero en 2019 se reconstruyó por fin el filme a su duración original de siete horas, toda una mejora respecto a la versión de cuatro horas y media que teníamos hasta ahora. Para mi alegría pude constatar que todo el metraje añadido mantenía o mejoraba la impresión que tenía de la película y que incluso en esa tercera parte, durante tanto tiempo misteriosa para mí, había algunas sorpresas guardadas.

La más llamativa es el uso de color en algunas escenas en que Elie asiste a la prueba a la que se somete su violín fabricado con una técnica especial, en la cual vislumbra por primera vez en años a Norma entre el público. Ya dijimos que Gance se había propuesto probar todo lo que daba de sí el cine en La Rueda, y eso incluía por descontado el color en en escenas como ésta así como pequeños añadidos en momentos puntuales (el rojo de las heridas de una pasajera en la escena inicial o de las señales ferroviarias) y, no menos importante, un uso muy inteligente del tintaje a lo largo de toda la película (el color rojizo del prólogo con el accidente es un ejemplo claro).

Finalmente llegamos a la cuarta y última parte de La Rueda, que es el segmento más inusual de la película. En su hora y media podría decirse que la trama se ha detenido y que aparentemente no pasa nada. Obviamente no es cierto, asistimos al progresivo reecuentro entre Norma y Sísifo, pero no suceden grandes acontecimientos ni hay escenas de estilo vanguardista como en las otras partes de la película. En todo este segmento, que tiene en sí mismo la duración de un largometraje convencional, se opta por un tono más reposado reduciendo todo a dos personajes traumatizados que necesitan reconciliarse, y como mucho hay alguna aparición puntual de algún secundario más (entre ellos el antiguo amigo de Sísifo, un simpático personaje que aportaba uno de los pocos contrapuntos cómicos a una obra con un tono ciertamente grave).

Esta última hora de película es para mí uno de los segmentos más hermosos de la historia del cine. Me da la sensación de que aquí Gance gestiona el tiempo de una forma muy moderna, entendiendo la necesidad de que experimentemos lo largo que es el proceso de reconciliación entre los personajes y de que vivamos cada pequeño progreso sintiéndolo en nuestras carnes. Llega un punto en que incluso el conflicto que desencadenó todo, la idea del incesto, acaba en un segundo plano y todo lo que hemos vivido hasta ahora se acaba reduciendo a dos seres humanos que se querían y que ahora vuelven a reencontrarse. Es también el segmento de la película en que Gance abandona los recursos y el tono del gran melodrama y en su lugar opta por un tono más lírico e intimista, en ocasiones quizá rozando la cursilería pero para mí igualmente profundamente conmovedor. Todo ello conduce a un hermosísimo final que transmite una sensación de serenidad y de descanso, tanto para los personajes que han vivido tantas emociones extremas como para el espectador tras todo el viaje que ha supuesto la película.

Hoy día sigo preguntándome cómo una película tan innovadora y tan adelantada a su época sigue sin citarse en historias del cine como uno de los grandes títulos de la era muda. Yo lo atribuyo a que quizá ha quedado eclipsada por su también magistral Napoleón (1927), que llevaba aún más lejos el virtuosismo técnico del que era capaz Abel Gance. Pero hay algo en La Rueda que para mí la convierte en una obra tan especial y es el hecho de que no solo es un absoluto prodigio visual y técnico, sino que es una película profundamente emotiva y hermosa; en la que ni siquiera los dejes a veces algo presuntuosos de Gance consiguen empañar la melancolía que impregna buena parte del filme, esa melancolía que sienten los personajes por su incapacidad de ser felices juntos aunque se quieran – una melancolía acentuada, como ya explicamos en el post anterior, por la tragedia personal que sufrió el cineasta en paralelo al rodaje.

Es cierto que La Rueda es una obra concebida para ser una gran película en todos los sentidos posibles de la palabra, pero también es una pieza teñida de una enorme sensibilidad, en que su autor no solo vació en ella todos sus conocimientos técnicos sino sus sentimientos. Y es en esta combinación entre estas dos tendencias donde nace el que considero uno de los mejores filmes que he visto.


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4 comentarios en “Especial centenario de La Rueda (La Roue, 1923) de Abel Gance

  1. Espléndida la aproximación personal, estupenda segunda parte para el díptico dedicado a este monumento que, como bien dice, hay que ver al menos una vez. Más urgente que esto es todavía saber que existe y ser consciente de la importancia que tiene. Y también está muy bien recordar que no se trata tan solo de un compendio de las posibilidades de la narrativa cinematográfica, sino un relato lleno de corazón. Sin corazón, de poco sirve un catálogo de imágenes de impacto. Gance tenía todo eso y más. ¡Saludos y a rodar!

    • Gracias amigo Florenci, como bien dice un filme de obligado visionado una vez en la vida y que es magnífico a nivel técnico pero también muy emotivo. ¿Qué más se puede pedir? Un saludo.

  2. Mi querido Doctor, ya la vi, y además la magnífica versión de 7 horas -qué maravilla que un film mudo pueda lucir tan bien- y me alegro mucho de haberme comprometido conmigo mismo a terminarlo porque, realmente, es asombrosa.

    Tienen razón Usted y Florenci y otros comentadores del anterior post en todo lo bueno que dicen de La rueda. Personalmente, incluso coincido con usted en que la rimbombancia poética y literaria no le hace mal a la película. Más que eso, creo que está muy bien que alguna gran obra maestra de este arte, el cine, refleje en su verdadera dimensión la importancia que otro gran arte, la literatura, tuvo en su momento.
    Hace cien años los poetas eran gente conocida -y leída- y hasta los fogoneros borrachines mataban el tiempo con un libro entre las manos. Hoy las librerías son tiendas de regalo encubiertas. Si bien pienso que René Clair, en la crítica del post anterior, tiene razón en que a Gance le termina patinando un poco la correa literaria, como luego defenderé, yo me alegro mucho de que quede un rastro tan hermoso de un mundo en el que se podía confiar en que el público generalista conociera y asintiera a intertítulos con las firmas de grandes genios de la letra escrita.

    Visualmente es apabullante, me ha dejado patidifuso no tanto porque no haya visto otras cosas así sino porque hay belleza en casi cada segundo de una peli de 7 horas rodada en buena parte fuera de estudios, sin la luz controlada, y en escenarios tan poderosos, casi diría carismáticos, como los ferrocarriles y la alta montaña, que podrían llegar a volverse repetitiva a los ojos, no dejar respirar al cerebro si se hubiera caído en la reiteración fácil de imágenes potentes… No sé si sé explicarme, pero el caso es que Gance tiene una creatividad asombrosa para buscar motivos, iluminar, aprovechar objetos… Grandioso. No dejaba de pensar en cuánto deben haber disfrutado los restauradores. Aunque digitalizado, supongo que el proceso se seguirá haciendo fotograma a fotograma, así que si trabajas en eso qué diferencia habrá entre pasarte la jornada laboral sacando lustre a cuadros así de hermosos y retocar imágenes anodinas.

    Sin embargo debo decir que mi opinión sobre La rueda se divide en dos: por un lado, como cinéfilo que aprecia y valora las partes además del todo, La rueda me parece un 10. Ahora bien, por otra parte si la veo como una película dentro del contexto artístico, económico, industrial de lo que es el cine, creo que La rueda es una especie de grandísimo error porque Gance se pasa por el arco del triunfo cosas que hacen que el cine sea lo que es y que permiten que una película así solo pueda existir como anomalía. Aunque sé que me precipito juzgándole solo por La rueda, creo evidente Gance tenía un grave problema de desmesura y de no saber medir. Se deja arrastrar por sus logros y cuando da con un detalle, un plano, un tic actoral adecuado, lo repite cuatro, cinco veces, ignorando completamente cómo funciona la gramática cinematográfica, cosa curiosa siendo cuando quiere, como usted bien comenta en otro sitio, un tótem del montaje. Decía antes que me parece que Rene Clair tiene razón no porque Gance mencione mucha literatura, sino porque no es capaz de abandonar el lenguaje literario, la estructura novelística con su literalidad, sus reiteraciones, sus aclaraciones…

    Tengo la impresión de que toda La rueda, la película en sí, se puede resumir metafóricamente en el primer intento de suicidio de Sisif, tan genial como irrealizable: Poner una locomotora en marcha para adelantarla corriendo y dejar que te atropelle… Aunque no soy experto en él ¡Casi parece un símbolo de la película entera o del cine de Gance! Un director capaz de poner en marcha estas obras mastodónticas, geniales, cuidadas y engrasadas con el mayor de los mimos para luego dejar que su ego o su desmesura las «adelante» y les corte el paso.

    Los griegos antiguos tenían dos dichos que yo me tomo muy en serio y recuerdo de vez en cuando. Uno: «Lo bello es difícil» ; Gance a pesar de todo está claro que ha encontrado la fórmula para superar esa dificultad. El otro: «Nada en exceso»; este me temo que no supo aplicárselo…

    De todas formas, a ver si saco tiempo para ampliar su filmografía, y poder juzgarlo con más criterio. Como me da por acumular cine antibelicista me apunto las dos versiones de J’accuse, muda y sonora. A Napoleón mejor lo dejamos para la próxima temporada.

    Conclusión: que gracias de nuevo y felicitaciones por sus escritos, y los otros que tiene sobre Gance y la película que he podido revisar. Es usted una mina.

    Un abrazo

    PD: sobra la subtrama de la cabra de compañía.

  3. Manuel, cómo me alegro de que le haya gustado tanto la película. Supongo que está familiarizado con esa sensación de estar muy entusiasmado con algo y no entender cómo el resto del mundo no lo comparte o conoce. Pues algo así me sucede desde hace tiempo con esta película, y es una alegría descubrir a raíz de este especial de que no es solo cosa mía (bueno, obviamente no soy la única persona del mundo entusiasmada con esta película, pero sí que echaba en falta más interlocutores que corroboraran lo que yo veía tan obvio).

    Lo que hace Gance con las imágenes aquí y en sus otras grandes películas es algo alucinante. Creo que en la historia del cine ha habido pocos directores con esa capacidad de trabajar así lo puramente visual, y es una pena que su carrera en el sonoro parezca tan discreta y no cultivara una filmografía más larga siguiendo este nivel, aunque fuera a nivel más modesto.

    Es algo increíble que en una película tan larga cada plano esté tan cuidado, que haya tantísimas ideas brillantes, tantísimos experimentos (color añadido a mano, color hecho con virado, sobreimpresiones, travellings raros para la época), tantas metáforas visuales e incluso tanto sitio para momentos puramente sentimentales, sin que todo el apartado técnico engulla la película convirtiéndola en algo asombroso pero sin emoción (éste es el peligro que corre su Napoleón, para mí otra obra maestra absoluta pero sin el encanto y cariño de La rueda). En circunstancias normales diría que éste es el gran proyecto de un artista, esa típica obra que uno lleva toda la vida acariciando, planeando y trabajando, por magnitud y por calidad… ¡pero no es así! Simplemente Gance era así de bueno y de ambicioso.

    Sobre que Gance es demasiado desmesurado, eso es obvio. Gente como él y Erich von Stroheim son, como usted dice, anomalías de la era muda… ¡maravillosas anomalías añadiría yo! En aquellos años todavía no se había estandarizado qué podía hacerse y qué podía no hacerse en el cine, y directores como ellos creían que el camino a seguir eran películas tan anormalmente largas, obsesionadas con el detallismo y recrearse en elementos como lo que usted dice. Se equivocaron, claro. Pero esta especie de «anarquía creativa» es para mí uno de los cientos de alicientes de la era muda.

    En definitiva, me alegro de incluirle al selecto club de fans de La Rueda, aunque por cierto yo sí estoy a favor de la ¿subtrama? de la cabra de compañía, que se me hizo muy simpática.

    Un abrazo.

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