Robin de los Bosques (Robin Hood, 1922) de Allan Dwan

Realmente ser Douglas Fairbanks debía ser algo maravilloso. Esa es la sensación que tengo cada vez que revisiono una película suya. Y no lo digo únicamente porque fuera una de las más grandes estrellas del Hollywood mudo, sino por el contagioso optimismo y vitalidad que el actor desprendía en la pantalla. Si además uno investiga un poco sobre el rodaje de sus películas, se llevará la gratificante sorpresa de saber que Fairbanks era como el tipo de personaje que solía interpretar: un hombre al que le ilusionaba su trabajo y que se implicaba a fondo en todos sus proyectos contagiando a sus colaboradores. Del mismo modo que en la pantalla vemos a Fairbanks enfrentándose a los malos haciendo mil cabriolas y luego burlándose de ellos, en la vida real el actor se metía en proyectos caros y arriesgados en que no reparaba en gastos para dar al público lo que él quería… y también salía victorioso. Definitivamente, debía ser algo genial ser Douglas Fairbanks.

Su versión del mito de Robin Hood fue una de las obras más importantes de no solo de su carrera sino de la época, al ser una de las superproducciones más caras hechas hasta entonces, costando la friolera de un millón de dólares (recordemos, un millón de la época, que hoy día es calderilla en una gran producción). Pero ya saben, cuando Fairbanks se entusiasma con algo, lo hacía de verdad, y en el caso de Robin de los Bosques (Robin Hood, 1922) se le fue un poco de las manos.

Después de haber acabado Los Tres Mosqueteros (1921), el actor dudó entre varios proyectos diferentes como una adaptación de Ivanhoe o un remake de El Virginiano (que Cecil B. De Mille ya había llevado con mucho éxito a la pantalla en 1914), pero finalmente se decantó por trasladar las leyendas de Robin Hood a la pantalla por considerarla la solución más comercial. Y decidió hacerlo a gran escala, concibiéndola no como otra aventura más de Douglas Fairbanks sino como una gran película, en la que estuvo un año trabajando intensamente.

Para ello puso mucha atención al vestuario y construyó un enorme castillo y un decorado que recreaba fielmente un poblado del siglo XII. En su momento fue el decorado más grande jamás construido en Hollywood, superando el récord de Intolerancia (1916) de D.W. Griffith. La suma de todo ello era tan costosa que ningún banco quiso financiarle, así que Fairbanks sencillamente lo puso todo de su bolsillo.

Cuando la estrella vio en persona todo lo que había construido sintió un pequeño momento de pánico al comprobar lo lejos que había llegado con su afán por darlo todo en ese proyecto, pero no dejó que esa enorme presión le impidiera disfrutar del maravilloso proceso de dar forma a su propio mito. Todos los implicados coincidieron en que fue un rodaje muy feliz en gran parte gracias al entusiasmo contagioso de Doug. Escuchaba a todos sus colaboradores ávido de nuevas ideas, las estudiaba y si no funcionaban simplemente las descartaba procurando que el autor de las mismas no se sintiera ofendido. Su implicación era tal que organizó también un pequeño equipo dedicado a investigar la época histórica de cara a hacer una reconstrucción exacta.

Para una escena especialmente peligrosa se le pidió a Fairbanks que le dejara a un doble hacerla por él, ya que si sufría un accidente la producción se retrasaría durante meses, suponiendo un enorme coste. Éste aceptó a regañadientes y ensayaron con un doble, pero a la práctica el día de rodaje hizo él mismo la escena sin decir nada al resto del equipo, que hasta que descubrieron la verdad estuvieron maravillados por el enorme parecido de ese doble con el actor de verdad. Pocas veces ha sido más apropiada la definición de Orson Welles del cine como el tren de juguete más caro del mundo, ya que la forma tan alegre y entusiasta de entender el proyecto de Doug encaja con ello a la perfección.

De todos modos, ya nos ha quedado claro que Fairbanks y su equipo se implicaron a fondo y que parece ser que lo pasaron en grande pero, ¿y qué tal la película? Vista hoy día creo que puede desconcertar un poco a algunos espectadores ya que partimos de la estructura que acabó marcando Robin de los Bosques (The Adventures of Robin Hood, 1938) de Michael Curtiz. En el film de Fairbanks en cambio se hace mucho más énfasis en la introducción, en conocer los orígenes nobles de Robin Hood como favorito del Rey Ricardo Corazón de León y en su retorno a Inglaterra a luchar contra el Príncipe Juan. Es decir, que Robin Hood como tal no se nos aparece hasta media película.

También resulta curiosa la subtrama que propone Fairbanks en que se nos habla de la incapacidad de su personaje para relacionarse con el sexo contrario, que según dicen tenía un equivalente en la vida real, en el sentido de que al actor le costaban más las escenas románticas que las que requerían los más difíciles malabares atléticos.

La película cuenta con un magnífico trabajo de dirección por parte de Allan Dwan, el cual empezó su larga carrera dirigiendo muchas de las mejores películas de Fairbanks. Aquí consigue exhibir los impresionantes decorados sin perder al mismo tiempo la vitalidad que requiere la película, sobre todo en su tramo final, de forma que no parezca una acartonada película de época asfixiada por la magnitud del trabajo de dirección artística. Aunque el protagonista de la función es obviamente Doug (el título original de hecho era Douglas Fairbanks in Robin Hood, aunque luego siempre tenía la costumbre de situar su nombre el último en los créditos, por detrás de todo el reparto, como hacía también su amigo Chaplin), merece destacarse también a un Wallace Beery, que se nos antoja como el mejor Rey Ricardo posible

La película fue naturalmente un éxito de taquilla que demostró que el esfuerzo había valido la pena. De hecho, aunque ya existían algunas versiones previas sobre el famoso personaje, sería la de Fairbanks la primera que calaría hondo en el imaginario colectivo y que serviría de base para el resto. Confiado, Fairbanks seguiría en el resto de su carrera muda el mismo esquema a la hora de plantear sus nuevas películas: serían grandes producciones que le llevarían más tiempo (por ello a partir de entonces empezaron a espaciarse un poco más en años) y en las que procuraría ofrecer al público un espectáculo de calidad bien documentado y sin escatimar en costes.

Definitivamente, sí, no había nada como ser Douglas Fairbanks en los años 20.


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