¡Y Supo Ser Madre! (Stella Dallas, 1925) de Henry King

¿Por qué no se tiene más en cuenta a Henry King cuando pensamos en grandes directores de la era clásica de Hollywood? Incluso este humilde Doctor debe reconocer que no lo tiene tan presente como merecería, aun cuando ha visto ya suficientes películas suyas que demuestran que era un cineasta magnífico. Y qué mejor ocasión para volver a recordarlo que visionar la magnífica restauración que se hizo pública hace poco de su Stella Dallas (1925) – traducida en español con el alucinante título de ¡Y Supo Ser Madre! que, ya me perdonarán, no utilizaré en esta reseña.

En general todos tenemos más presente la versión sonora que hizo en 1937 el otro «King» del Hollywood clásico, es decir King Vidor, que además se beneficia de una actuación estratosférica de la gran Barbara Stanwyck. Pero créanme, la de Henry King está perfectamente a la altura sino por encima, con el mérito añadido de que fue la primera versión de la historia y muchas de las situaciones que aparecen aquí sin duda se tomaron como referentes en la sonora.

      

Nuestra protagonista, Stella, es una chica de clase baja que se enamora de Stephen Dallas, de origen acaudalado pero caído en desgracia tras el suicidio de su padre a causa de una malversación de fondos. Stephen y Stella se casan y tienen una hija, Laurel, pero sus días felices duran poco pese a que Stephen consigue prosperar pronto. Como provienen de estratos sociales distintos, Stella no consigue adaptarse a los ambientes más refinados e insiste en juntarse con un tipo llamado Ed Munn, que es un bromista alcoholizado perdido. Cuando Stephen recibe un ascenso que implica irse a Nueva York, Stella se niega a acompañarle y pasan a vivir separados, quedándose ella a cargo de la niña.

El tiempo pasa y Laurel va convirtiéndose en una encantadora adolescente muy apegada a su madre. Stephen por otro lado se reencuentra con la mujer de la que estuvo enamorado de joven, ahora una viuda adinerada con tres hijos, pero legalmente él y Stella siguen casados aunque no vivan juntos. El principal conflicto surge a medida que Laurel va llegando a la edad adulta, ya que el carácter y la forma de vida de su madre van dificultando su entrada en ciertos ambientes más distinguidos. En última instancia, Stella tendrá que optar por sacrificarse y separarse de su hija para que ésta pueda prosperar.

Stella Dallas es para mí un ejemplo impecable de melodrama que sabe ser altamente sensible sin volverse sensiblero, que profundiza en los sentimientos de los personajes pero sin recurrir a la pornografía emocional, que basa su capacidad de emocionar no en situaciones extremas sino en algo mucho más cotidiano como es el choque entre personalidades.

Este magnífico filme nos muestra una de esas historias que tanto me gustan en que no hay un antagonista, en que todos los personajes principales son esencialmente gente decente (incluso el pelmazo de Ed Munn no parece en esencia un mal tipo) que no pueden evitar hacerse daño entre si o no saben cómo tomar ciertas decisiones sin repercutir negativamente a otros – un pequeño paréntesis: no se piensen que la era silente eran solo grandes melodramas ostentosos con divas en papeles trágicos, también hay multitud de ejemplos de este tipo de melodramas sensibles, como por ejemplo Memory Lane (1926) de John M. Stahl o The Home Maker (1925) de King Baggot.

Al enorme talento de Henry King tras la cámara hay que sumarle que ya partía con la considerable ventaja de tener en sus manos un guion adaptado por Frances Marion, una de las más grandes guionistas de la época. Marion logra definir a la perfección el carácter de cada personaje sin perder de vista que la historia fluya a la perfección; haciendo que notemos el paso del tiempo, pero sin que parezca apresurada o demasiado lenta, además de construir algunas escenas que muestran muy inteligentemente los inevitables choques entre protagonistas. King le da vida a esta historia con una gran sensibilidad y un trabajo visual excepcional que viene apoyado por el gran director de fotografía Arthur Edeson (un gran pionero de la era muda con un impresionante curriculum que llega hasta algunos grandes clásicos del noir). Y todo ello, no menos importante, aderezado con un reparto que hace totalmente suyos los personajes.

Si bien King no es un director dado a lucirse o crear escenas visualmente muy llamativas, el filme está repleto de planos excelentemente compuestos e incluso de leves detalles llamativos para realzar ciertas escenas. Por ejemplo, el plano subjetivo de Stephen al inicio de la película cuando pasa delante de la casa de Stella, en que la cámara imita el movimiento de sus pasos para realzar su punto de vista subjetivo en el instante decisivo en que la ve por primera vez, o ese pequeño momento tan bello en que vemos a Laurel divirtiéndose con un chico nadando bajo el agua, que tiene una cualidad casi onírica.

Los mejores momentos del filme no obstante son aquellos más sensibles, que se apoyan en el trabajo de los actores y el guion, especialmente las escenas en que los personajes intentan ocultar sus sentimientos para no herirse. Tenemos por ejemplo la escena en que la Laurel adolescente se ha llevado un chasco porque ninguna amiga ha venido a su fiesta de cumpleaños y le dice a su madre que no pasa nada, que ellas dos se divertirán. Se sientan a comer y la jovencita escribe en su diario lo bien que lo está pasando con su madre. Nada de eso es real, está intentando poner buena cara a las circunstancias, y King se toma su tiempo para que veamos cómo lentamente Laurel no puede seguir fingiendo y se derrumba, una opción mucho más realista y emotiva que mostrarnos desde el principio a la chica llorando.

Mi momento favorito del filme tiene lugar más adelante, cuando Laurel ha abandonado un resort de lujo por vergüenza a que sus nuevos amigos vean lo vulgar que es su madre, pero Stella desconoce el motivo por el que su hija ha pedido que se marchen súbitamente. Posteriormente, ambas están en el tren durmiendo en literas separadas y entonces sucede la desgracia: un grupo de amigas de Laurel, que no saben que ella y Stella están al lado, comentan divertidas lo horrible que era la madre de la jovencita.

Ése es el punto crucial de la trama en que Stella descubre el daño que estaba haciendo inconscientemente a su hija, pero si el momento de por sí es doloroso, fijémonos lo que sucede justo después, que es lo que para mí redondea esta escena. Laurel, alarmada porque su madre haya oído esa conversación se asoma a la litera de abajo, pero Stella finge estar dormida para evitarle a su hija el mal trago. La escena podría haber acabado aquí demostrándonos la estrecha relación que hay entre ambas y cómo quieren evitar la una a la otra un momento embarazoso. Pero entonces el guion de Frances Marion le da ese toque tan hermoso que lo hace tan especial, porque Laurel decide a continuación bajar a la cama de su madre y le pide acurrucarse con ella. Después del miedo a que su madre descubra la verdad no ha podido evitar sentirse culpable y necesita abrazarse a ella. Se avergüenza de ella pero al mismo tiempo la sigue queriendo igual que siempre. En el fondo este gesto es también una decisión personal: prefiere seguir con su madre a costa de renunciar a ese mundo tan sofisticado.

Nada de esto funcionaría tan bien si no estuviera complementado por el excelente trabajo de los actores. Aunque hoy día el único nombre que resultará familiar a la mayoría es el de Ronald Colman como marido de Stella e indudablemente hace un muy buen papel, aquí quien merece una mención especial son las dos principales actrices. Lois Moran, que aquí encarna a Laurel, tuvo una carrera breve pero en la que participó en joyas como ésta o la magnífica El Difunto Mathias Pascal (Feu Mathias Pascal, 1925) de Marcel L’Herbier, y aquí consigue algo insólito: interpretar a un mismo personaje desde los 11 años hasta la edad adulta. En el libro The Parade’s Gone By de Kevin Brownlow, King explica cómo la idea inicial era contratar a una chica de 11 años para las primeras escenas y luego dejar paso a Moran, porque el principal problema que veían para que encarnara a Laurel eran sus piernas, que tenían forma de piernas de mujer. Pero gracias a unas medias que la diseñadora de vestuario arregló para que sus extremidades parecieran más delgadas, el problema se solucionó y ella encarnó de forma asombrosa al personaje en las diferentes fases de su vida (sin incluir, obviamente, cuando es un bebé, que es algo que se escapa al mejor diseñador de vestuario del mundo).

Mención aparte merece Belle Bennett, que consigue algo insólito, casi imposible: no quedar desfavorecida en una comparación con la titánica Barbara Stanwyck, que interpretaría el papel en el remake sonoro. Sí, es mucho menos conocida que Stanwyck y no tiene ese carisma tan especial, pero está sensacional. Fue la propia Frances Marion quien insistió en darle el papel a ella, y fue un enorme acierto. A lo largo de las dos horas que dura el filme consigue ser tanto divertida como trágica, tanto una figura patética como el arquetipo de madre sacrificada. Lo engloba todo en un mismo personaje de forma coherente y creíble. Solo por ella ya merecería la pena la película.

Stella Dallas engloba pues la mayoría de las grandes cualidades del mejor cine mudo hasta llevarnos a la emotivísima escena final en que Laurel se casa con un chico de buena familia mientras Stella observa la ceremonia a escondidas, desde la calle, bajo la lluvia. Aquí King entiende que nos ha conducido a un momento tan catárquico que hace que la puesta en escena se contagie de la emoción del momento, con el contraste entre la calle oscura bajo la lluvia y ese halo de luz casi irreal que aparece de la ventana del edificio que contempla la protagonista. Esa luz que representa a ese mundo de lujos al que ella entiende que no pertenece y debe renunciar para que su hija tenga un futuro próspero. Equivocada o no, Stella ha decidido que su sitio ahora es allá fuera, bajo la lluvia, conformándose con poder contemplar como su hija por fin ha logrado asentarse. Es un final trágico pero que, paradójicamente, su protagonista entenderá como un desenlace feliz aunque haya sido a costa de su propia felicidad personal.


Este blog ha sido posible durante todos estos años gracias al apoyo incondicional de todos nuestros lectores, a quienes no podemos estarles suficientemente agradecidos por su fidelidad. Si les gustó este post pueden también invitar a este Doctor a un café para ayudarle a mantener este humilde rincón cinéfilo.

2 comentarios en “¡Y Supo Ser Madre! (Stella Dallas, 1925) de Henry King

  1. Iba leyendo el artículo y me iban saltando las lágrimas a medida que iba recordando cada momento, lo bellísimamente que todo está contado. Precioso artículo para una maravilla de película, que la mayor parte de la crítica de su momento valoró muy positivamente (todo el mundo coincidía en que estaba «muy bien hecha»… ¡dolo faltaría!) en los aspectos técnicos, pero le disminuyeron la posibilidad de ser una gran película por ser una película «demasiado de mujeres», ideal «para madres» y cosas así. Oséa, que aquí me enfado mucho con los críticos de su tiempo por tratar de diluir la potencia de esta obra potentísima, de la que solo se pueden sacar que lecciones, en todos los sentidos (de cine, de narrar, de humanidad, de vida…) seas hombre, mujer o pianola de manivela. ¡Muchas gracias!

    • Ay, ese sanbenito de que son «solo» películas para mujeres. Como si las películas «solo» para hombres fueran por ello necesariamente mejores. A Douglas Sirk le pasó lo mismo con sus dramones. En fin, hoy día por suerte creo que ya no tenemos por suerte ese prejuicio y que incluso los hombres podemos permitirnos hasta emocionarnos y soltar alguna que otra lágrima con estas «películas para mujeres».
      Gracias a usted por su sentido comentario.

Deja un comentario

Este sitio utiliza Akismet para reducir el spam. Conoce cómo se procesan los datos de tus comentarios.