Le Giornate del Cinema Muto de Pordenone 2018 (IV)

Fotografía cortesía de Valerio Greco

11 de octubre – John M. Stahl se pasa a la comedia

Después de un miércoles un tanto agotador (la película de Mizoguchi acabó más tarde de lo normal) y viendo que el viernes iba a ser un día intenso, casi que agradecí que el jueves fuera una jornada más bien tranquila. Supongo que a estas alturas ya sabrán cómo empecé el día, con una saludable sesión de Lincoln-manía que no obstante hoy llegó a su fin, puesto que Under the Stars (1917) es el último capítulo del serial que se emitió en Pordenone. Nuestro amigo Benjamin Chapin vuelve a interpretar al abuelo de Lincoln, narrando una historia que argumentalmente no veo demasiado conectada con el conflicto que debe afrontar el presidente en el episodio más contemporáneo, en que el estado de Kentucky quiere permanecer neutral en la Guerra de Secesión. Pero en fin, es un buen entretenimiento con el que despedirnos ya del señor Chapin, cuya obsesión por encarnar a Lincoln llevó al actor Lionel Barrymore a burlarse de él diciendo que «no estará del todo satisfecho hasta que lo asesinen a él también«.

Hoy en todo caso ha sido uno de esos días en que está clarísimo cuál es el filme más destacado de la jornada: Husbands and Lovers (1924) de John M. Stahl. Sí, aunque los primeros días no acababa de tener claro que Stahl consiguiera tener alguna película que me pareciera enteramente satisfactoria, ya van dos seguidas en que lo ha logrado. Y si bien creo que me gustó un poco más The Song of Life (1922), a cambio Husbands and Lovers es su película más redonda e irreprochable hasta la fecha, sin ningún desliz de guion que le podamos achacar. La primera gran novedad es que aunque se trata de otra historia de matrimonios infelices, en este caso el enfoque es de comedia, y hay que admitir que Stahl se desenvuelve magníficamente en ese formato (más adelante realizaría algunas comedias puras y duras, entre ellas una protagonizada por… Charlie McCarthy; Hollywood es uno de esos sitios en que uno puede empezar haciendo melodramas de prestigio y luego acabar dirigiendo a un ventrílocuo y su muñeco).

De hecho es curioso comparar cómo esta película y la de ayer comparten idéntica temática, pero con tratamientos totalmente distintos Aquí se nos muestra en la escena inicial cómo un marido ha descuidado por completo a su esposa: ambos se despiertan y mientras la mujer le prepara la bañera, las toallas y la ropa, éste no tiene el más mínimo detalle hacia ella e incluso le critica continuamente; todo ello abordado con mucho humor y delicadeza. En realidad el elemento de drama no aparece hasta bien entrado el metraje, cuando la mujer se empieza a dejarse seducir por el mejor amigo de él, y el momento más tenso a nivel dramático es una escena maravillosamente filmada en las penumbras de una habitación. Incluso la forma como los tres personajes sobrellevan el enredo es inusualmente comedida y civilizada… por una vez agradezco un filme de Stahl en que ningún personaje dispare una pistola en algún momento. Del trío protagonista destaca especialmente Lewis Stone, a quien ya vimos en otros filmes de Stahl y que aquí demuestra ser un actor de comedia más que capaz (la escena de su borrachera es divertidísima). Curiosamente el personaje de la esposa lo encarna, Florence Vidor, que ese mismo año también apareció en la película con la que la crítica del momento relacionó Husbands and LoversLos Peligros del Flirt (1924) de Lubitsch. A mí me vino a la mente más bien No Cambies de Esposo (1919) de Cecil B. De Mille, sobre todo por las escenas que muestran la rutina de la vida conyugal. En todo caso, sin tener un estilo tan único como el de Lubitsch ni una protagonista tan carismática como Gloria Swanson, la película de Stahl no desmerece a las otras dos.

Otra comedia que pudimos disfrutar este día fue When the Tables Turned (1911), un western cómico filmado por Gaston Méliès (el hermano de Georges que probó suerte a hacer películas en Estados Unidos) que ha sido uno de los que más risas ha provocado en el festival. Los protagonistas son un grupo de cowboys que deciden gastarle una broma a una conocida de ellos fingiendo que son unos bandoleros que la secuestran con aviesas intenciones – en el salvaje oeste tenían un sentido del humor un poco pasado de rosca. Desafortunadamente se equivocan y secuestran a una actriz, quien cuando descubre que es todo una farsa les engaña haciéndose pasar por loca y luego les obliga a punta de pistola a hacer numeritos humillantes para regocijo suyo y de los espectadores. Divertidísima.

A cambio la que no tenía nada de graciosa es The Enemy (1927) de Fred Niblo con una Lillian Gish destacando en el papel protagonista, un contundente alegato antibélico ambientado en Viena sobre una familia que se derrumba a raíz de la irrupción de la I Guerra Mundial. No es una obra excepcional, pero sí que es una muy buena película de oficio con algunos detalles interesantes por parte del director (el día de la boda el novio camina marcando sin darse cuenta el paso militar de los soldados que en ese momento desfilan por la calle) y, sobre todo, muy buenas intenciones. Su mensaje no es atacar a un bando u otro, sino demostrar cómo los patriotismos pueden destruir de forma absurda amistades (la escena de la comida en que los personajes se pelean tras conocer que Inglaterra ha declarado la guerra a Austria es desoladora en contraste con el ambiente de hermandad que se respiraba inicialmente), y cómo cada bando engaña a sus soldados contándoles historias terribles de los países enemigos. Hay también una escena muy emotiva, en que el bando austríaco y el ruso hacen un breve alto al fuego para intercambiar víveres de forma amistosa seguramente inspirada en la Tregua de Navidad de 1914, y un final que aunque pretende ser feliz ya da a entender con amargura que la historia se repetirá cuando el hijo de los protagonistas dice que de mayor quiere ser soldado.

En lo que respecta a Balzac, volvimos a tener una película de cine primitivo junto a otra posterior. Primero fue una versión de Eugénie Grandet (1910) atribuida a Émile Chautard que, como solía suceder en estas adaptaciones de un rollo, parece más un trailer de la novela que una adaptación propiamente dicha. No le achacaremos eso, aunque sí el cambio del final por otro que traiciona el espíritu de la novela… para que luego digan que eso de los finales felices es cosa de Hollywood. En lo que respecta a La Cousine Bette (1928) de Max de Rieux se trata de una de esas notables películas que no creo que destaquen especialmente en el festival ni para bien ni para mal. Es una obra eficiente, muy bien realizada y con mucho cuidado en la puesta en escena, sin los fallos que por ejemplo hacen que el público a veces se ría de ciertas escenas de John M. Stahl pero tampoco sin ningún rasgo que la haga destacar, salvo quizá el desenlace algo pesadillesco. En todo caso lo que sí están consiguiendo estas películas del ciclo Balzac son darme ganas de leer más novelas suyas tan pronto regrese a mi guarida.

Antes de pasar a la última película que vi este día creo que también merece la pena comentar la interesante charla que dio la hija de Ernst Lubitsch, Nicola Lubitsch, sobre su padre. De entrada había obviamente un componente de mera curiosidad por conocer anécdotas, aunque la más sonada fue una que protagonizó ella de pequeña en los inicios de la II Guerra Mundial, cuando el barco en que viajaban ella y su criada alemana de Inglaterra a Estados Unidos se hundió y lograron escapar milagrosamente (los durísimos días que pasó Lubitsch sin saber si su hija había sobrevivido al naufragio se dice que fueron los únicos de su vida en que la gente no le veía sonriendo).

Pero a mí lo que me resultaba más interesante era el contraste entre Lubitsch visto por los cinéfilos como un genio del cine, con su estilo único y mordaz, y el Lubitsch que ella conoció, al que describe como alguien que curiosamente no tenía un carácter muy divertido aunque sí que era un padre muy atento y cariñoso. Nicola le describe como alguien sin aficiones más allá de tocar el piano y que no solía hablar de otros directores salvo Max Reindhart, al que veneraba (sus inicios en el teatro fueron actuando en obras suyas). Tampoco decía que tuviera amigos muy íntimos y de hecho la única persona que recuerda que le llamara por su nombre de pila era Samson Raphaelson, su guionista habitual. Finalmente, la pregunta más interesante que se le planteó a Nicola fue en qué momento empezó a ser realmente consciente de Lubitsch no solo como su padre sino como uno de los más grandes directores de la historia. La respuesta curiosamente fue cuando asistió a una retrospectiva de su etapa muda en Alemania. Nunca antes había visto sus filmes silentes y cuando los vio por primera vez quedó impresionadísima, citando La Princesa de las Ostras (1919) como su predilecta. También dijo que en su opinión sus películas germanas son las que más se acercan a su carácter. Mañana veremos un Lubitsch, aunque no de la etapa alemana.

Mi último visionado del día fue Der Hund von Baskerville (1929) de Richard Oswald, adaptación alemana del célebre relato de Arthur Conan Doyle protagonizado por Sherlock Holmes. En este caso se trata de otra película que se dio por perdida durante décadas hasta que se encontró una copia en Polonia. Al parecer dicha copia pertenecía a un sacerdota polaco muy aficionado al cine que coleccionaba películas extranjeras mudas con la ayuda de un excompañero de seminario que vivía en la República Checa y se las hacía llegar. No me digan que el mundo del archivismo y la búsqueda de películas perdidas no es maravillosamente imprevisible.

Pasando al filme, Der Hund von Baskerville es un buen entretenimiento que se beneficia de esa ambientación lúgubre que suele asociarse al cine germánico de la época y que cuenta con un reparto internacional: Sherlock lo encarna un actor americano, mientras que el antagonista es uno de mis secundarios favoritos del cine de Weimar, Fritz Rasp, el Dan Duryea del cine clásico germano. El guion se toma bastantes libertades respecto al texto original y la película tiene el aspecto de un divertimento en que hay sitio para pasadizos secretos, un cuadro tenebroso del sabueso de los Baskerville, notas enviadas con una flecha y demás sorpresas. Un filme ideal para cerrar la jornada.

  • Joya a descubrir: Husbands and Lovers (1924).
  • Detalle a destacar: se me ha quedado grabado la maravillosamente exagerada gesticulación con que la protagonista de Eugénie Grandet (1910) da a entender a los otros personajes que es ella quien ha cogido el dinero de su padre, y los primeros planos del sabueso de los Baskerville que en realidad tenía la apariencia de ser un gran danés apacible y simpático.
  • Momento más divertido: la forma como una de las mujeres protagonistas de La Cousine Bette (1928) decide dar a entender a su amante que han roto es enviarle una nota a través… ¡de un mono! El momento en que el simio empieza a dar saltos delante de él sin motivo aparente ha sido el instante que más carcajadas ha provocado junto al corto de Gaston Méliès.

12 de octubre – Alces fantasma y el tesoro de los incas

He notado que cada año en Pordenone suele haber un tema o tipo de historia que se repite continuamente por pura casualidad. En ediciones anteriores fueron la revolución soviética o la ceguera, este año creo que sin duda el tema estrella es la frustración del hogar para las madres de familia, así como la inusitada recurrencia de actores infantiles… y monos. Pero centrémonos ahora en el primer punto.

Me gusta mucho cómo Kevin Brownlow introduce en el catálogo The Home Maker (1925) diciendo que su director King Baggot (anteriormente un actor de enorme éxito) es el autor de dos de las peores películas que jamás ha visto. Y no obstante esta obra es sin duda la gran sorpresa del festival para mí: un filme del que no esperaba mucho, de un director desconocido y que ha resultado ser un drama sensible y muy moderno para la época; en otras palabras, una muestra de lo imprevisible que puede llegar a ser el cine, y cómo a veces podemos encontrarnos una gran película realizada por un cineasta mediocre mucho más interesante que otras realizadas por autores puros y duros. Este filme en cuestión empieza donde otros acaban, con una boda, para luego mostrarnos a esa pareja muchos años después: él, Lester, es un oficinista mediocre; ella, Eva, una buena ama de casa y madre de familia pero frustrada por un tipo de vida en que se siente estancada. Más adelante Lester no solo no consigue un ascenso que ambicionaba sino que lo despiden, e intenta suicidarse con la buena o mala suerte de que sobrevive y queda inválido. En consecuencia, su esposa se ve obligada a trabajar.

The Home Maker es una apasionante rareza dentro del cine americano clásico. Una película que durante la mayor parte del metraje casi no tiene argumento, que tiene como uno de sus protagonistas a un hombre absolutamente mediocre y sin talento, y que da una visión realista y desidealizada de la vida familiar, incluyendo detalles que a nivel de guion no son imprescindibles pero reflejan los aspectos menos simpáticos de la vida doméstica (por ejemplo, el chico mayor es delicado de estómago y en cierto momento se nos muestra cómo necesita ir urgentemente a vomitar). Pero lo mejor viene cuando es Eva la que empieza a ganarse el sueldo y descubre que es una trabajadora mucho más eficiente que su marido, porque aquí es cuando la película lanza una reflexión muy avanzada a su tiempo: ¿no podría ser que en ciertos matrimonios fuera más adecuado que el marido se quedara en casa desempeñando las tareas del hogar y que fuera la mujer quien trabajara? Y este pequeño gran conflicto viene a ser la clave de todo, hasta acabar desembocando en un final que puede parecer inapropiado pero que en el fondo lo que hace es reflejar cómo las convenciones sociales eran tan estrictas que resultaba muy difícil salirse del papel asignado a cada sexo. Salvando las distancias, una obra que se adelanta a ciertos aspectos de Y el Mundo Marcha (1928) de King Vidor y que extrañamente no ha obtenido el más mínimo reconocimiento. A reivindicar.

Siguiendo con temas recurrentes en Pordenone, otro que se repite insistentemente es el de los padres que no permiten a sus hijos que se casen con la persona a la quien aman. Hemos visto esa misma trama con personajes estadounidenses, suecos… y ahora japoneses. ¡Padres de todo el mundo, dejad de martirizar a vuestros hijos con matrimonios de conveniencia! En el caso de Japón se trataba de Tokyo Ondo (1932) de Hotei Nomura, del que ya vimos otra película el año pasado que también servía como muestra de un saundo-ban (filmes silentes con una banda sonora de efectos de sonido y, normalmente, alguna canción).

Pese a no ser una obra especialmente recordada hoy día, Tokyo Ondo fue un enorme éxito aupado por un reparto formado por muchas estrellas de la época y con una canción de aire festivo que se convirtió en un gran hit El argumento es una muestra de los típicos melodramas que tanto gustaban al público de entonces, en que se contraponía una mujer de talante tradicional junto a otra más moderna, aunque en este caso el motivo de conflicto tiene que ver en realidad con la situación económica de los padres. El filme juega mucho mejor con el sonido que la película que vimos de Mizoguchi, con una música más adaptada a las diferentes escenas y un buen uso de efectos de sonido. Y sin ser una de mis obras japonesas favoritas de ese periodo tiene algunos momentos especialmente conmovedores, como esa bonita escena en que la pareja protagonista va a visitar el terreno en que esperan construir su futura casa y se comportan como si vivieran ya en ella.

En el terreno de los cortometrajes, el filme de Nomura vino precedido por uno de Yasujiro Ozu, Tokkan Kozo (1929), que tiene sobre todo el interés histórico de ser el único corto suyo que ha sobrevivido. La película surgió de forma bastante espontánea simplemente como una excusa de Ozu para volver a trabajar con el actor infantil Tomio Aoki (según parece, el hijo del dueño de un bar cercano al estudio), quien tenía un papel secundario en su anterior filme Kaisha-in seikatsu (1929). Él y sus guionistas pensaron pues una historia en que un secuestrador intenta raptar al niño y acababa tan harto de éste que lo devolvía sin pedir rescate, una sencilla premisa que se pudo rodar en apenas tres días aprovechando exteriores cercanos al estudio y sets construidos para otras películas. El resultado en todo caso para mí no estuvo a la altura de lo esperado: no creo que se exploten las travesuras de Aoki tanto como se podría y se nota el tono de divertimento sin pretensiones en el hecho de que no aprovecha lo suficiente las situaciones. En su momento la crítica la recibió como un Ozu menor pero Tomio Aoki tuvo tal éxito que se consagraría como actor infantil (le podemos ver en otras obras del propio Ozu de años posteriores) y luego siguió una carrera como secundario de carácter.

Mucho mejor resultó el mediometraje The Slavey Student (1915) de John H. Collins, una historia encantadora exquisitamente realizada y con un toque pictorialista que para mí lo acerca a Maurice Tourneur. La protagonista es la adorable Viola Dana, que encarna a una jovencita que va a parar a un internado de jovencitas. Ella representa la parte más ligera y divertida de la película, pero en paralelo hay una subtrama más dramática en que su hermano es encarcelado injustamente. Ambas facetas conviven sorprendentemente bien pero el énfasis está obviamente en Dana, con esas imágenes del dormitorio de las chicas (la escena en que se disfrazan de fantasmas es de las más divertidas del filme) y algunos momentos especialmente imaginativos como ese plano en que vemos a todas durmiendo en su hilera de camas fantaseando con los chicos que los han acompañado en el baile. Otra confirmación de que Collins necesita ser reivindicado como merece.

Y retornando al ciclo escandinavo, este día vimos dos películas bastante interesantes que tratan (¿a que no lo adivinan?) sobre las dificultades que pasan sus jóvenes protagonistas para merecer la mano de la chica en cuestión… realmente parece que era todo un problema casarse en aquellos tiempos. A Dangerous Wooing (Ett farligt frieri, 1919) de Rune Carlsten no ofrece muchas sorpresas al respecto y tiene como aliciente nuestro viejo amigo Lars Hanson como protagonista y la espectacular escena final en que éste escala por un precipicio. La noruega El Alce Fantasma (Troll-Elgen, 1927) de Walter Fürst empieza de forma mucho más prometedora narrándonos la leyenda que se explica en un pueblo de un alce fantasma  al que un cazador intenta en vano atrapar. Por desgracia a partir de aquí el filme vuelve a los derroteros de siempre (ya saben, granjero quiere casarse con granjera por encima de sus posibilidades) y tiene un episodio en la ciudad que creo que literalmente no aporta nada. Es una obra notable, pero si empiezas una película hablando sobre una especie de alce fantasma y luego cambias los derroteros de la trama, cualquier cosa que venga después no estará a la altura.

Está claro que en el universo de John M. Stahl realmente hay una serie de temas tan recurrentes que mezclando varios conflictos posibles al azar (matrimonios frustrados, padres impidiendo que sus hijos estén con la persona a la que aman, hijos ilegítimos, hipocresía burguesa…) te sale sola una nueva película suya. No lo digo como algo malo, con alguien tan grande como Ozu sucede lo mismo, y de hecho habiendo visto las películas mudas de Stahl en orden cronológico he logrado apreciar su evolución: cómo esos primeros melodramas tenían un estilo de dirección tan elegante y sofisticado pero se venían abajo por giros de guion imposibles o historias tan excesivas, y cómo con el tiempo Stahl fue apostando por argumentos más sencillos consiguiendo por fin el maridaje perfecto entre su forma de dirigir y lo que se explicaba. Memory Lane (1926) en ese sentido es otra de sus grandes obras y una de las que más recomiendo de su etapa muda.

Al igual que dije con la película de Sjöstrom proyectada en Pordenone, hay demasiadas cosas que quiero comentar de Memory Lane y este post ya estará bastante saturado de películas, así que me las reservo para dedicarle una entrada a ella sola a mi regreso. Simplemente decir que trata sobre un matrimonio frustrado pero que en esta ocasión aborda la idea concentrándose en una historia más intimista y de pocos personajes, haciendo además un balance perfecto entre comedia y drama. Lo que parece que aprendió Stahl en esos años es que en el mundo del melodrama, menos es más, y que no hace falta una trama rocambolesca para dar pie a todo un tumulto de emociones. Sin duda, una de las mejores películas del festival.

El viernes realmente hubo mucha competencia de grandes filmes, pero el triunfador sin ningún lugar a dudas fue La Frivolidad de una Dama (Forbidden Paradise, 1924) de Ernst Lubitsch. Ambientada en un pequeño país eslavo, explica la historia de una zarina más interesada por llevarse a atractivos oficiales a la cama que por gobernar un país que está al borde de la revolución. Su última conquista es un joven inocente prometido casualmente con su doncella y que se cree que le ama sinceramente.

En Pordenone las proyecciones de Lubitsch siempre han funcionado especialmente bien, y esta vez no fue una excepción. El cartel del festival este año tiene como protagonista a Pola Negri, y viendo la extraordinaria interpretación que ofrece en esta película realmente está más que justificado, ya que todos caímos rendidos a los pies de la actriz polaca. Las escenas en que intenta seducir al joven oficial provocaron tal entusiasmo que en algunos momentos el público llegó a aplaudir. El guion, que ironiza tanto sobre el apetito sexual de la zarina como sobre las revoluciones, está perfectamente hilado; la dirección de Lubitsch como no podía ser menos es tan elegante como divertida. Tal es la grandeza de este maravilloso cineasta que sin ser una de sus mejores películas ha acabado siendo mi descubrimiento favorito en una edición del festival con mucha competencia.

Der Goldene Abgrund (1927) es la última obra que veremos del ciclo dedicado al actor y director Mario Bonnard, tratándose en este caso de una de las producciones que realizó en Alemania, país al que acudieron muchos cineastas italianos en esa época al ser un país mucho más próspero cinematográficamente. El filme me recuerda por estilo a los típicos seriales de aventuras de los años 10, en este caso involucrando dos gemelas separadas (sí, una es buena y la otra mala), un tesoro de los incas escondido en la isla de Rapanui y un misterioso doctor con muchos puntos en común con mi colega Mabuse. Y en lo que se refiere al trabajo de Bonnard, de nuevo podemos confirmar que era un realizador magnífico, sobre todo en el inicio, que es una muestra de todo el poderío que tenía el cine mudo utilizando las imágenes de forma tan sugestiva e inteligente.

El problema está, mucho me temo, en el argumento, y aquí le echo en cara lo mismo que al filme del alce fantasma. No puedes venderles a los espectadores el argumento de la emocionante búsqueda de un tesoro y luego centrar el conflicto en el protagonista intentando salvar a la chica de un grupo de bandidos. No puedes presentar a una galería de secundarios con mucho potencial y luego tenerlos totalmente olvidados. Lo del doctor es dramático: un personaje ultracarismático, que parece una especie de genio del mal… y al comenzar la aventura queda casi olvidado (de hecho hay otro miembro de la expedición que literalmente desaparece a media película, quiero creer que porque se perdió la escena en que se nos dice qué fue de él). A nivel visual, cuando la trama llega a la isla se combinan momentos muy bien resueltos con otros más pobres que dan la sensación de película de serie B (los planos de los protagonistas «cabalgando» sobre un fondo blanco son risibles), lo cual resulta imperdonable porque la primera parte de la película está cuidadísima en ese aspecto. A cambio el desenlace, cuando se encadena el plano de los protagonistas cabalgando con el de unos jockeys en una pista de carrera, es pura genialidad, cine mudo llevado a su mejor expresión. Haciendo balance, la situaría al mismo nivel que la película de Sherlock Holmes de ayer: una buena película entretenida para cerrar la noche, con destellos brillantes pero no memorable en conjunto.

  • Joyas a descubrir: Memory Lane (1926), The Home Maker (1925) y La Frivolidad de una Dama (1925).
  • Detalle a destacar: una de las cosas que me gusta de ver películas mudas es encontrarme con expresiones divertidas totalmente pasadas de moda. Mi favorita de Pordenone en este año la encontré en Memory Lane (1926) cuando un personaje describe su apartamento de lujo diciendo que es «the cat’s pajamas«.
  • Momento favorito del público: toda la escena de seducción de Pola Negri en La Frivolidad de una Dama, que en su momento cumbre desembocó en un aplauso espontáneo.
  • Rótulo del día: «Lester demostró ser un chapucero incluso intentando morir«, de The Home Maker (1925).

13 de octubre – La rebelión de los autómatas

El último día de Pordenone siempre es algo duro. Porque quiere decir que todo lo bueno se acaba y porque uno lleva arrastrando el cansancio de toda la semana. Pero cuando uno tiene a las diez una película escandinava esperándole, no hay pereza que valga. En este caso era un film danés, Struggling Hearts (Lasse Månsson fra Skaane, 1923) de A.W. Sandberg, uno de los cineastas más destacados de dicho país. Ambientada en la invasión sueca que tuvo lugar en Dinamarca durante el siglo XVII, la cinta explica con mucha sensibilidad la historia de amor entre un mercenario sueco y una chica danesa con algunas reminiscencias de Los Proscritos (1918) de Victor Sjöstrom cuando la pareja decide escapar en la naturaleza. Sin estar a la altura de los mejores exponentes de este tipo de cine, sí que es una obra notable con escenas preciosas que contrastan la idílica vida en el campo con todas las desgracias que suceden en el pueblo y con un final inolvidable. Una de mis favoritas del ciclo de cine escandinavo de este año.

A cambio la última película que vimos de John H. Collins, The Plougshare (1915), fue realmente una decepción. Con un inicio prometedor mostrándonos a un patriarca sureño que en su lecho de muerte lega a su hijo mayor su fortuna y el cuidado de su hermano menor, al final acaba siendo una aburrida y enrevesada intriga con personajes poco definidos. Los planos iniciales de los esclavos en las plantaciones son el único destello que tendremos de una ambientación sureña interesante, y la película acaba siendo un compendio de muchos personajes hablando y entrando y saliendo de sitios, poca descripción psicológica y solo leves detalles interesantes, como una escena de interior que sucede durante el amanecer tintada de un rosa precioso.

Curiosamente, la ambientación sureña se repitió también en el último filme que vimos de John M. Stahl: In Old Kentucky (1927), que temáticamente se aparta por completo de los melodramas que hemos visto hasta ahora. Aquí los protagonistas son una adinerada familia sureña que se dedica a criar caballos para el derby de Kentucky y que se ven en la ruina a raíz de la I Guerra Mundial, ya que el padre cede los animales al ejército y su hijo vuelve de la guerra como un alcohólico cínico y desencantado. La metáfora está obviamente en cómo la familia intenta recuperarse volviendo a poner en forma a su caballo estrella que también ha vuelto dañado de la guerra. Es una película notable pero su protagonista (encarnado por James Murray, el mismo de Y El Mundo Marcha) realmente no transmite gran cosa y las escenas de humor protagonizadas por afroamericanos hoy día nos parecen deplorablemente racistas, aunque a cambio Stahl les ofrece algunos momentos de gran dignidad (cuando la cocinera renuncia a su dinero ahorrado para ayudar a la familia protagonista). Al final lo mejor de todo es una escena en que los personajes escuchan la canción «In Old Kentucky» y podemos ver cómo todos se emocionan con los viejos recuerdos que les transmite: a un matrimonio anciano les viene a la mente el momento en que él se fue a la Guerra de Secesión, mientras que a los criados afroamericanos les rememora sus duros inicios en campos de plantaciones. Curiosamente, en el Stahl de ayer, Memory Lane, vimos también cómo se usaba una canción a modo de evocación nostálgica.

Como dije anteriormente, este año hemos estado alarmantemente cortos de cine primitivo, pero aun así se nos compensó a última hora con un ciclo divertidísimo de cortos compilados bajo la temática de vecinos que ha sido de mis momentos predilectos del festival. En The Little Boys Next Door (1911) dos simpáticos jovencitos se dedican a provocar todo tipo de destrozos en el jardín hasta provocar una guerra de mangueras con los vecinos. En Gontran et la Voisine Inconnue (1913) tenemos uno de mis conflictos matrimoniales favoritos cuando un marido está tan obsesionado con su piano que tiene a su mujer totalmente olvidada. Les Bottines du Coronel (1910) expone una situación muy típica del futuro slapstick – me viene a la mente una escena de His Wooden Wedding (1925) de Charley Chase – en que una pareja de vecinos que están enamorados contra la voluntad del padre de ella deben recuperar una notita de amor que está en los botines de éste. El mejor de todos con diferencia es uno de Louis Feuillade, La Vengeance du Sergent de Ville (1913), en que una pareja recién llegada a un piso nuevo debe soportar la molesta afición del policía que vive al lado: tocar escandalosamente mal la trompeta. A partir de esta premisa tan simple, Feuillade construye una comedia de un cuarto de hora que, si de por si ya es hilarante con su idea inicial, luego llega a extremos absolutamente bizarros cuando los vecinos se hacen con un muñeco con aspecto de policía para desahogarse con él. Tremenda.

Sin embargo las dos proyecciones más destacadas del sábado no presentaron ninguna sorpresa, ya que fueron las de dos clásicos de la era muda. El primero de ellos, El Último Mohicano (1920) me confirmó una vez cómo cambia la percepción de una película dependiendo de las circunstancias en que se ve. La visioné hace años y recuerdo que me gustó bastante sin dejarme mucha huella, y en cambio quedé maravillado al revisionarla con un excelente acompañamiento musical y en pantalla grande (algo especialmente agradecido por el trabajo que hay con el paisaje en este filme). No pude entender cómo algo así no me había emocionado más la primera vez que lo vi, y eso es algo que me ha sucedido con otros filmes que he revisionado en Pordenone.

El Último Mohicano era una película a ser dirigida por el gran Maurice Tourneur, pero dado a un accidente tuvo que relegarse el trabajo de realización al que llevaba siendo su ayudante desde hacía años, ni más ni menos que Clarence Brown, quien más adelante diría que le debía literalmente todo a Tourneur, ya que aprendió el oficio de él. Según las fuentes que consulten, Brown dirigió una tercera parte, la mitad o prácticamente todo el filme. Lo importante es que Tourneur tuvo la generosidad de compartir el crédito con él (no sería la primera vez que en circunstancias así se decide no acreditar al ayudante de dirección aunque haya dirigido la mayor parte del metraje) y que el resultado final es admirable y claramente influenciado por el estilo tan visual de Tourneur. La fotografía de los paisajes es maravillosa (inolvidables los planos finales en el barranco), lo cual contrasta con la brutalidad de las escenas del ataque indio, de una crudeza que he visto pocas veces en una película muda y con un plano especialmente escalofriante de un indio de ojos sedientos de sangre acercándose a la cámara. Lo único que se le puede reprochar es el trabajo de la actriz protagonista, Barbara Bedford, que se pasa media película con cara de aburrimiento ante tanta masacre, pero salvo eso es una obra impecable.

La proyección de cierre del festival fue una obra no menos espectacular y ambiciosa aunque en un estilo totalmente diferente: El Jugador de Ajedrez (1927) de Raymond Bernard. Ambientada en la Polonia del siglo XVIII ocupada por los rusos, el filme se inicia con un triángulo amoroso que envuelve no solo a dos amigos que se quieren como hermanos sino que además pertenecen a bandos enfrentados. Cuando la rebelión polaca contra los rusos es sofocada duramente, el Barón Wolfgang von Kempelen, inventor de complejos autómatas, crea uno que teóricamente puede jugar al ajedrez dentro del cual esconde a uno de los líderes de la revolución, que debe escapar del país pero tiene ambas piernas rotas.

El Jugador de Ajedrez es un ejemplo del tipo de cine histórico de calidad que haría célebre a Raymond Bernard, películas con un espectacular trabajo de producción detrás e irreprochablemente bien realizadas. Reconozco que no es un tipo de cine que me guste especialmente y que la primera mitad del filme no me entusiasmaba aunque es imposible no disfrutar de sus cualidades formales. Pero una vez entra en juego la idea del autómata, la cosa cambia: no solo aparece un elemento de suspense sino que además se juega con el peculiar e intrigante mundo de esos mecanismos de apariencia humana que resultan, qué duda cabe, muy inquietantes. Este factor es lo que hace que El Jugador de Ajedrez sea una película especial que se diferencie de otros filmes franceses «de calidad» – sin ir más lejos, El Milagro de los Lobos (1924) del mismo Raymond Bernard – que a veces no puedo evitar que me dejen un tanto frío. Una buena elección para la ceremonia de clausura con un acompañamiento orquestal a la altura de las ambiciones de la película. Y por otro lado, la inquietante escena final de los autómatas es seguramente el mejor cierre de festival que recuerdo.

  • Joya a descubrir: El Último Mohicano.
  • Escena a destacar: tal y como he comentado, el magnífico desenlace de El Jugador de Ajedrez.
  • Momento más divertido: cuando el policía de La Vengeance du Sergent de Ville (1913) se hace pasar por el muñeco. Realmente éste ha sido un día de autómatas y maniquíes.

Epílogo

Éste ha sido una de las ediciones más potentes del festival en los últimos años. Me ha faltado una película de ésas que te marcan – como Kean (1924) o Los Miserables (1925) en otras ediciones – pero el nivel medio ha sido realmente muy alto y el tiempo libre para no perder el contacto con el mundo real muy escaso.

  • Mis descubrimientos predilectos (sin incluir películas que me gustaron mucho pero ya había visto antes):
    • La Frivolidad de una Dama (1924) de Ernst Lubitsch
    • Judaspengar (1925) de Victor Sjöstrom
    • Smouldering Fires (1925) de Clarence Brown
    • Memory Lane (1926) de John M. Stahl
    • The Home Maker (1925) de King Baggot
    • The Song of Life (1922) de John M. Stahl
    • Husbands and Lovers (1924) de John M. Stahl
    • El Jugador de Ajedrez (1927) de Raymond Bernard
    • L’Homme du Large (1920) de Marcel L’Herbier
    • Dunungen (1919) de Ivan Hedqvist
  • Película que menos me ha gustado: Paris at Midnight (1926).
  • Mayor decepción: Amor (1927) de Paul Czinner.
  • Mis acompañamientos musicales favoritos:
    • La banda sonora compuesta expresamente para Note dal Fronte e interpretada por la Zerorchestra.
    • La orquesta de San Marco interpretando la banda sonora original de El Jugador de Ajedrez.
    • John LaBarbera a la guitarra y Carlo Aonzo a la mandolina dándole un toque especial a Assunta Spina (1915).

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Un comentario en “Le Giornate del Cinema Muto de Pordenone 2018 (IV)

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