Seguimos repasando los casos de algunos cineastas europeos que emigraron a Hollywood durante la era muda, centrándonos hoy ante todo en los casos de Suecia y Alemania, que tuvieron que sufrir la pérdida de algunos de los mayores talentos de sus países después de que éstos recibieran unas ofertas que no pudieron rechazar.
Victor Sjöstrom
Empezamos con el que no solo es uno de los más importantes artistas de la historia del cine sueco, sino de la era muda en general. A finales de los años 10, Suecia había reemplazado a Dinamarca en el puesto de ser el país escandinavo de prestigio internacional, con una serie de películas que dejaron boquiabiertos a críticos de todo el mundo y que poseían unas cualidades que difícilmente se veían en las cinematografías de otros países. Algunas de esas películas fueron creaciones del actor y director Victor Sjöstrom, como La Carreta Fantasma (1921) – donde también interpretaba el papel protagonista – o La Prueba de Fuego (1922).
Como era de esperar, Sjöstrom recibió la inevitable oferta para trabajar en Hollywood y decidió aceptarla, trasladándose ahí en 1924. Su posición dentro de la prestigiosa Metro Goldwyn Mayer era, valga la redundancia, aportar su dosis de prestigio con ese talento artístico tan europeo que los productores americanos anhelaban imitar para ganar respetabilidad. Y no decepcionó: su carrera americana fue exitosa tanto en el aspecto artístico como comercial. A cambio decidió centrarse en su labor como director dejando aparcada su faceta como actor, y además tuvo que cambiar su apellido por el de Seastrom, más fácil de asimilar para un americano de un pueblo perdido de Wisconsin que el desconcertante Sjöstrom.
No obstante, con la llegada del sonido no acabó de adaptarse a los cambios que se exigían y prefirió volver a Suecia. En Europa solo dirigiría un par de películas anecdóticas más y desde entonces se centraría en el teatro, volviendo al cine esporádicamente solo como actor.
Mauritz Stiller
Stiller era el otro gran nombre del cine escandinavo de la época. Su estilo es bastante diferente al de Sjöstrom pero ambos compartían una sensibilidad a la hora de hacer cine que cimentó el prestigio del cine sueco de principios de los años 20. Aunque ya en 1920 se dio a conocer fuera de sus fronteras con la comedia Erotikon (1920) fue la ambiciosa producción La Saga de Gosta Berling (1924) la que le valió un billete a Hollywood, donde se trasladó al año siguiente.
No obstante, a diferencia de Sjöstrom, Stiller no corrió la misma suerte en los Estados Unidos. Al parecer el cineasta sueco tuvo que enfrentarse a dos problemas. En primer lugar estaban sus escasos conocimientos de inglés, que le dificultaban la labor de dirigir a un enorme equipo de técnicos y actores (¿ven lo importante que es aprender idiomas? ¡Tomen nota!). Pero en segundo lugar había algo mucho peor: sus continuas discusiones con los jefazos de los estudios, con los que no lograba ponerse de acuerdo.
En consecuencia, con esa terrible fama de artista difícil que estaba acarreando, el estudio le liberó de su contrato. Stiller volvería a Suecia en 1927, donde murió al año siguiente, dejándonos con la incógnita de si podría haber retomado su carrera en su país natal.
Greta Garbo
Al igual que Lubitsch se trajo consigo a Hollywood a “su” actriz Pola Negri, Stiller hizo lo propio con la suya, el gran descubrimiento de La Saga de Gosta Berling (1924): Greta Garbo. En sus inicios en la Tierra Prometida del cine, Garbo no las tuvo todas consigo: todavía era una joven veinteañera terriblemente insegura, y el hecho de que le apartaran en su segunda producción americana de su protector, Mauritz Stiller, empeoró las cosas. Además de nuevo estaba el problema del idioma, que junto a su carácter introvertido le dificultó la integración en ese mundo.
Pero como ya sabrán, al final las cosas le fueron bien a Garbo. Muy bien de hecho. A partir de El Demonio y la Carne (1926) se convirtió en una de las mayores celebridades del mundo del cine, sobre todo por su actuación rebosante de erotismo y la química que exhibía en pantalla con John Gilbert. El estudio repetiría esa fórmula dándole personajes similares y repitiendo las colaboraciones con Gilbert.
Pero quedaba una última gran prueba: la barrera del sonido. ¿Podría hacer películas sonoras con su acento tan marcado? Pese a los temores iniciales del estudio y la propia actriz, la respuesta fue afirmativa, y de hecho en los años 30 mantuvo su estatus de una de las mayores estrellas del mundo (por cierto, en este artículo hablamos con más detalle sobre las dificultades del paso al sonoro para los actores extranjeros). Su caso es sin ningún lugar a dudas el más afortunado de todos los que hemos repasado en estos dos posts, la prueba de que era posible triunfar en Hollywood incluso con el handicap del acento. Eso sí, no podía conseguirlo cualquiera, Garbo no hay más que una.
F.W. Murnau
Pasemos ahora a los emigrados germanos. A mediados de los años 20, el cine alemán gozaba de más prestigio que nunca gracias a la coincidencia en poco tiempo de varios títulos que adquirieron un gran renombre en todo el mundo, como El Gabinete de las Figuras de Cera (1924) de Paul Leni, El Último (1925) de F.W. Murnau, Variété (1925) de E.A. Dupont y, en general, los films de Fritz Lang de la época (el único de estos cuatro que resistió en la era muda el canto de la sirena de Hollywood). Todo ello contribuyó a que el cine alemán adquiriera el estatus de ser un cine de una gran calidad artística y técnicamente superior. En consecuencia, Hollywood envió a emisarios a saquear los estudios de la UFA para traerse consigo todo el talento que pudieran recaudar (y eso no incluye solo a directores y actores, sino también a guionistas como Carl Mayer o cámaras como Karl Freund). En consecuencia, el cine alemán sufriría una terrible pérdida en los últimos años del mudo .
Uno de los primeros en aterrizar en Hollywood fue F.W. Murnau, cuyas obras Nosferatu (1922), El Último (1925) o Fausto (1926) demostraban que era uno de los mayores talentos del mundo tras la cámara. No obstante, su experiencia en Hollywood fue agridulce. Por un lado, ahí filmó su mejor película, por no decir directamente una de las obras cumbre del cine, Amanecer (1927), pero por el otro el éxito le rehuyó – aunque Amanecer fue aplaudida desde su estreno como un prodigio del séptimo arte, no funcionó en taquilla – y su estilo y sensibilidad tan artísticas no encajaba con la forma de trabajo de una industria que, sí, premiaba la calidad artística, pero siempre que cumplieran los plazos y las películas devolvieran dinero (una difícil combinación que muy pocos cineastas conseguían, como el ya mentado Sjöstrom).
En consecuencia, después de tres películas se fue con el documentalista Robert Flaherty a rodar un film medio documental en la Polinesia, Tabú (1931), y a la vuelta a Hollywood murió en un accidente de coche. No parece probable que hubiera aguantado mucho más en Estados Unidos, y menos con la llegada del sonido, con el que no se sentía muy cómodo.
Paul Leni
Paul Leni fue junto a Murnau y E.A. Dupont (mencionado brevemente en el anterior post) otro de los grandes directores alemanes tentados a continuar su carrera en Hollywood.
Leni había empezado su carrera como director artístico, de forma que cuando El Gabinete de las Figuras de Cera (1924) se convirtió en un film inmensamente popular se hizo un nombre por su cuidada puesta en escena, visualmente muy llamativa. En su caso además no fue un gran estudio como la Metro el que le llamó a Hollywood, sino la Universal. Ahí se hizo célebre por The Cat and the Canary (1927), un film de terror que tuvo una enorme influencia en el género, y por El Hombre que Ríe (1928), más encuadrada en la línea de obras de prestigio del estudio donde la dirección artística ocupaba un papel fundamental.
Desafortunadamente, moriría en Los Angeles justo cuando empezó a irrumpir el sonoro y su carrera en América quedó reducida a muy pocos títulos.
Conrad Veidt
Universalmente recordado por su personaje de Cesare en El Gabinete del Doctor Caligari (1920), Conrad Veidt fue uno de los mejores actores de la era muda. Carismático, versátil y con un amplio dominio de los recursos interpretativos que requería el cine mudo, el talento de Veidt estaba destinado a traspasar las fronteras de Alemania. No obstante, dio el salto a Hollywood muy tarde, en los últimos años de la era muda, de forma que su huella en el cine mudo americano se reduce a unos pocos títulos de los cuales destaca el ya mencionado El Hombre que Ríe (1928), donde tenía el papel protagonista.
Con la llegada del sonido, el eterno problema del acento le obligó a volver a Alemania, pero lo que quizá Veidt no sospechaba es que acabaría volviendo a Hollywood. Después de pasar brevemente por su país natal, acabó emigrando a Reino Unido a causa de su rechazo absoluto al nazismo (además el haberse casado con una mujer judía tampoco le daba mucha elección). De ahí acabaría volviendo a Hollywood a principios de los años 40, donde su acento alemán ya encajaba mejor en el contexto de la II Guerra Mundial para dar forma al clásico antagonista nazi, como el que encarnó en Casablanca (1942). Resulta irónico que fuera encarnando a la fuerza política que aborrecía como pudo encontrar un sitio en la industria británica y americana. En América no tendría tiempo de demostrar su talento más allá de esos papeles ya que murió antes de finalizar la guerra.
Emil Jannings
Y acabamos con el otro gran actor del cine alemán, Emil Jannings, convertido en una celebridad internacional gracias a El Último (1925). En 1927 Hollywood le hizo una oferta que no pudo rechazar y obtuvo un enorme éxito en películas como El Destino de la Carne (1927) o La Última Orden (1928), que le convirtieron en el primer actor de la historia en ganar el Oscar.
Pero de nuevo el tema del acento fue un problema y Jannings decidió volver a Alemania con su estatuilla como prueba de que había logrado conquistar las Américas. No obstante hay una pequeñísima diferencia entre el caso de Conrad Veidt y el de Emil Jannings, y es que este último se sintió visiblemente cómodo bajo el mandato nazi. Relanzó su carrera sin problemas y se involucró en las producciones alemanas más importantes de la época, incluyendo algunas de talante muy pro-nazi, hasta el final de la II Guerra Mundial.
Dice la leyenda que cuando los aliados llegaron a Berlín se encontraron a Jannings paseando maltrecho entre las ruinas pidiendo en un rudimentario inglés que no le hicieran daño mientras exhibía su Oscar, para que vieran que no era un peligroso nazi sino un amigo de los americanos que había sido premiado en su país. No obstante, Jannings había estrechado demasiado sus lazos con el partido nazi como para que pudiera continuar su carrera, así que después del conflicto bélico pasó a un retiro forzoso en Austria.